SI nos diera por preguntar a un grupo de niñas cuántas de ellas querrían ser primeras damas estoy convencida de que el 90% -que no me tachen de emplear la exageración andaluza- estarían encantadas de desempeñar esa labor. No es de extrañar. Cualquiera en su sano juicio desearía ser la eterna "esposa de", la que aparece en revistas de moda cada vez que luce un nuevo estilismo, la que sufre una campaña de acoso y derribo si su sonrisa no mantiene una proporción adecuada con el resto de su cara y la que, como buena mujer del César, no tiene que ser honrada, sino parecerlo.

Supongo que ese era el sueño de Michelle Obama cuando decidió estudiar Derecho. "Tranquila, Michelle, todo esfuerzo tiene su recompensa y algún día serás protagonista en los medios por lucir con elegancia un Chanel subida en unos andamios", se debía repetir. Me la imagino dorctorándose en Harvard diciéndose a sí misma: "Las tardes de flexo y café serán recompensadas y pronto enseñaré los recovecos de la Casa Blanca en televisión mientras resaltan mi mayor virtud: ser una mujer hogareña".

Sí, me gusta imaginar que fue así, porque la realidad me produce sentimientos encontrados. Claro está que el cargo de presidente lo ostenta su marido y que ella no puede ser otra cosa que su consorte, pero entonces habría que redefinir las funciones de los consortes. Michelle Obama, además de ser abogada y haberse doctorado por una de las más prestigiosas universidades del mundo, tiene una agenda. Agenda que debe producir pavor sin ni siquiera abrirla. En ella aparecen todos los actos públicos a los que tiene que acudir. Actos en los que la señora Obama debería reflejarse como la mujer inteligente y formada que es, no como la esposa correcta que sabe vestirse para la ocasión y que, además, es capaz de sacar su lado más maternal cuando acude a una escuela. Y, si no se redefinen, estoy deseando que Hillary Clinton gane las elecciones para ver al de la Lewinsky convertido en primer caballero.

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