La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Rácanos sin fronteras

Tal vez su satisfacción sea viajar gastando tan poco, sacando de paseo por Europa su habitual racanería

S E supone que los turistas generan riqueza, que viajar era un lujo que hoy, afortunadamente, está al alcance de muchísimos ciudadanos y que este lujo ahora democratizado exige destinar un excedente económico a algo placentero, gastarse lo que cada cual pueda permitirse en darse pequeños gustos y permitirse pequeños caprichos. Lo que antes las personas modestas que no se podían permitir viajar hacían para celebrar los días señalados. Pero he aquí que el turismo masivo ha consagrado la paradójica figura del turista tacaño que parece encontrar su placer en viajar para tacañear. Como si esta afortunada y democratizada posibilidad le sirviera para internacionalizar su racanería. Le podríamos llamar, en honor al avaro de Moliere, el turista Harpagón.

Son normalmente personas de cierta o mucha edad y mal encaradas. No es que sean modestas, que la tacañería es un vicio interclasista, sino roñosas. Tanto que parece un milagro que se hayan gastado lo necesario, por poco que sea, para llegar hasta aquí. Por muy barato que les haya lowcostado el avión, económico que sea el lugar en que pernocten y mucho que malcoman, debe haber sido un sufrimiento gastar lo que hayan gastado. O tal vez lo suyo sea la satisfacción de haber logrado viajar gastando tan poco, que eso da mucho gustito. Los imagino preparando su viaje como si fueran el matrimonio cambista o los recaudadores de impuestos que pintó Massys.

Pues he aquí que me topé con estos turistas Harpagón en el autobús. El lugar, la Puerta de la Carne. El vehículo, un C4 en dirección Macarena. Subió la más que madura pareja italiana con la vestimenta reglamentaria de turistas. Tras una larga consulta (en italiano) con el conductor, que atascó la cola de quienes querían subir, compraron sus billetes manoseando las monedas como si aún hubiera liras y pesetas. Nada más arrancar el marido volvió a interrogar al conductor. Iban a la plaza de España. Les indicó que debían bajarse en la siguiente parada y coger otro autobús en dirección contraria. "¿Serve? ¿Serve?", preguntaba el maduro ítalo agitando los billetes. Cuando le quedó claro que tenía que comprar otros preguntó si ese autobús iba también allí y, pese a ser advertido del largo rodeo para llegar a un lugar tan cercano, decidió darlo para ahorrarse los 2,80. Y allá que fueron de la Puerta de la Carne a la Plaza de España por Osario, Capuchinos, Macarena, Torneo y Colón. Tan contentos.

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