¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Rosas entre el hormigón

Qué sería del mundo sin esos pequeños detalles femeninos a la antigua que suavizan sus duras aristas Los soportales de Pepe Bécquer

Gabinete Caligari, en sus años más mozos.

Gabinete Caligari, en sus años más mozos. / DS

CUANDO sea famoso alguien me entrevistará y me preguntará por mi canción favorita. Y yo, sin titubear, como corresponde a un hombre de éxito, diré tajante: Cuatro rosas, de Gabinete Caligari. No será una respuesta para quedar bien, sino por auténtica convicción. Y no solo porque la canción me la descubrió mi amigo Anselmo García cuando ambos éramos unos pipiolos en 1º de BUP, sino porque creo que es de las pocas coplillas del pop-rock nacional que, de alguna manera, conecta con la lírica popular española, pese a que su título es un homenaje a una conocida marca de ese infame jugo de patata que es el bourbon, el primo nuevo rico y mal educado de los whiskies irlandeses y escoceses.

Cada vez que escucho “hay cuatro rosas en tu honor/ dentro del vaso que te doy/ dos son por venir/ y dos por sonreír”, reconozco uno de los momentos más bellos que puede vivir un hombre: cuando descubre asombrado que detrás de la sonrisa de una mujer hay una promesa, una esperanza. Sólo merecería la pena volver al competitivo mercado romántico por vivir de nuevo ese momento luminoso y pleno. Y después está ese verso que dice que las rosas que ofrece el galán “son del color” de la ropa interior de la amada. Eso hoy nos puede parecer un poco tonto, porque hasta los autobuses van con propaganda de señoras estupendas con picardías, tangas, brasileñas, corpiños o ligueros de todo tipo de colores y hechuras, pero en aquellos años de bragas de andamio y fajas teresianas la sola mención de una lencería de color rojo nos traía las más apasionadas ensoñaciones eróticas.

Pero yo quería hablar en este artículo de las rosas, flores poéticas por excelencia que han sufrido en tiempos modernos el mismo menosprecio que Bécquer, al ser consideradas como cursis y afectadas, excrecencias de una vieja sentimentalidad que no tiene cabida en este mundo, como la capa española o el alfiler en la corbata. Y, sin embargo, yo las he disfrutado estos días como nadie gracias a la rosaleda que una señora cultiva con esmero en el patio de los pisos donde vivo. Son rosas paradójicamente blancas, rojas, amarillas y, solo algunas, rosas-rosas; pertenecen a diferentes variedades que desconozco, probablemente con esos nombres tan edulcorados que enternecen (Geraldine, Guajira, Dejà Vú...), y se mantienen vivas gracias al compromiso desinteresado de una mujer con la belleza del espacio común. Ya sé que ahora las mujeres son ingenieras aeroespaciales o comandos que degüellan a barbudos de Hamás, pero permítanme un micromachismo: qué sería del mundo sin esos pequeños detalles femeninos a la antigua que suavizan sus duras aristas. Hablo de un rastro de perfume aromando la calle o, por supuesto, de unas rosas entre el hormigón.

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