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Postdata

Rafael Padilla

Seguimos a la cola

LOS datos más recientes aparecidos en relación con la eficacia de nuestro sistema educativo siguen siendo francamente malos. En esta misma semana hemos sabido que la tasa de jóvenes españoles que abandonan los estudios obligatorios empeora y se sitúa en un 31,2%, el doble de la media comunitaria, a la cola de la UE y muy lejos del 10% al que aspira Bruselas en 2020. No hace mucho, vio asimismo la luz el último Informe PISA (el correspondiente a 2009), una herramienta reconocidamente útil para medir, en los países de la OCDE, la calidad de la enseñanza en tres áreas fundamentales (Comprensión Lectora, Competencia Matemática y Ciencia): nuestras notas, todas de nuevo por debajo de la media, revelan la ineficacia de un modelo incapaz de encontrar soluciones válidas.

El problema del abandono, además de las propias implicaciones docentes, tiene claros efectos sociales: multiplica el riesgo de pobreza para los ciudadanos con baja formación y provoca un gasto mucho mayor para los estados en subsidios de desempleo y otras ayudas sociales. Se ha calculado que la factura pública por persona que renuncia a su formación ronda, a lo largo de su vida, el millón y medio de euros y que la posibilidad, para éstos, de sufrir condiciones de pobreza es cuatro veces mayor que la de los titulados universitarios o de FP superior. Es cierto que las cifras españolas han de analizarse con detenimiento. No son iguales en todas las comunidades autónomas, ni tampoco afectan de la misma forma a los diversos grupos sociales (el 45% para los emigrantes frente al 27% para los nativos). Aunque también lo es que el recorte de recursos (1.800 millones de euros menos en 2011) no ayudará en el esfuerzo de mitigar sus gravosas consecuencias.

En relación con la calidad, más allá de prejuicios partidistas, se echa en falta un estudio objetivo sobre los factores que justifican la excelencia de los mejores. Existe una relación directa entre los buenos resultados y la capacidad del sistema para permitir que sean los maestros y las escuelas los que organicen su trabajo. La autonomía, como principio opuesto a las directrices rígidas de las autoridades educativas, garantiza mayores opciones de éxito. Como también puede vincularse éste con la libertad de elección de los padres, lo que provoca, a la postre, una competencia enriquecedora. La remuneración digna de los profesores y la valoración que les otorga la sociedad, la implantación de pruebas estandarizadas y externas, así como la disciplina escolar, son otras variables que, guste o no, están empíricamente vinculadas a la mejora del conocimiento.

Todo lo que no se está haciendo aquí por la obvia cerrazón de una clase política que se afana en controlar hasta la náusea el proceso educativo. Un camino, en fin, que, de no enmendarse, nos llevará a la pérdida irremediable de una buena parte de nuestra juventud y de nuestro futuro.

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