Las dos orillas
José Joaquín León
Noticia de Extremadura
OCULTAR con un nombre falso el propio verdadero, ha sido una práctica corriente de los escritores: Azorín, Clarín, Neruda, Fernán Caballero o Valle Inclán, por citar a algunos de los que escribieron en nuestra lengua, son seudónimos y con él han pasado, los que los usaron, a la historia de la literatura.
Lo que nunca había ocurrido con los pseudónimos es que uno tuviese vida propia, sin necesidad de contar con una persona física. Y esto lo ha conseguido el pseudónimo Amy Martin, que firmó un contrato con el gerente de la fundación Ideas, del PSOE, para escribir una serie de artículos. Al seudónimo se le identificaba en el contrato con un domicilio y un número de identificación de EEUU y lógicamente necesitó de una persona física para firmar el contrato, porque los seudónimos no tienen manos. Se trata además de un seudónimo muy bien pagado, porque por sus artículos (que trataban, por ejemplo, de la felicidad en el cine nigeriano) le abonaban 3.000 euros cada uno, como si el seudónimo escribiese como el Nobel Vargas Llosa o el maestro Antonio Burgos. El misterio ha quedado desvelado cuando Irene Zoé Alameda ha reivindicado la propiedad del seudónimo, pero con ello se ha conocido que es la esposa o compañera -no se sabe si siguen o lo han dejado- del director de la fundación, y además, que por sus actividades de cineasta había recibido subvenciones de fondos públicos de 300.000 euros. El partido ha reaccionado con diligencia, cesando al director.
No todos los seudónimos se emplean con esas intenciones. Me viene a la memoria un andaluz llamado Mariano Pardo de Figueroa, que usó el seudónimo de Doctor Thebussem. Don Mariano era muy apreciado por sus convecinos de Medina Sidonia, porque para el propio deleite encalaba las fachadas frente a su casa, que eran las que él veía, dejando sin pintar la suya. Fue un estudioso cervantino, propició las tarjetas postales, hasta el punto de ser cartero honorario y crítico gastronómico, que ensalzó y difundió el gazpacho andaluz. Se quejó al jefe de cocina de Alfonso XIII de que los menús reales se escribieran en francés y consiguió incluir en ellos la olla podrida. Pero su logro, del que se sentía más orgulloso, fue conseguir descifrar el rótulo que aparecía pintado en la puerta de una casa del pueblo, que rezaba Kpankla y que quería decir que allí se vendía "cal para encalar". Hoy su nieto, experto en la ortografía que se usa en los mensajes de los móviles, lo hubiera descifrado al instante.
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