La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La intimidad perdida de Sevilla
POCOS edificios han sido atacados con tanta saña como el de la calle Santander, junto a La Moneda, de Antonio González Cordón y Antonio G. Liñán. Sin embargo, existe una cofradía secreta a la que nos place esa larga celosía que aporta un toque de modernidad razonable a una zona de Sevilla que, como los propios arquitectos advirtieron en su momento, es un catálogo de estilos: almohade, manierismo, barroco, neoclasicismo, franquismo... y la escultura de El Pali (qué gran oportunidad se ha perdido para homenajear con verdadero arte al gran batracio de la Calle Tomás de Ibarra).
El edificio de la calle Santander fue el último proyecto de Antonio González Cordón, un arquitecto que ejemplifica toda una época de la arquitectura de la ciudad, cuyo centro de gravedad fue el 92. Con sus errores y sus aciertos, sus intereses y sus generosidades, sus arrimos y sus desapegos, González Cordón y tantos otros de su quinta aportaron rigor arquitectónico a una Sevilla que muchas veces se empeña en ser su autoparodia. Hoy no podemos pasear por el centro o la periferia sin reconocer algunas de las huellas que González Cordón dejó en el caserío: la Casa Rueda de la calle Gerona, la sede de la Consejería de Agricultura, la Cámara de Comercio, el Hotel Plaza de Armas, el corral de la Calle San Vicente, las viviendas de la calle Santa Ana, el estadio del Betis... Son edificios que mi generación, la de los niños de la Transición, ha visto levantarse entre nubes de polvo y el rugido de la rotaflex; inmuebles que ya marcan nuestros itinerarios, nuestra manera de relacionarnos con la ciudad. Toda esta Sevilla de Antonio González Cordón se recoge ahora en una amplia monografía editada por el Colegio de Arquitectos, que se presentará el día 27 en la Cámara de Comercio, cuya restauración (que fue una auténtica reelaboración) fue uno de los proyectos más importantes y reconocibles del arquitecto, hoy plenamente integrado en la Sevilla eterna.
Pero volvamos a la calle Santander. Hablaba de esa secreta masonería a la que nos gusta la larga celosía de González Cordón, que vemos entre almohade y cañí. También el uso del mármol travertino, imaginamos que un guiño a la madre Roma. Nos place especialmente ese alejamiento consciente de la estética pintoresquista que algunos quieren imponer y la conciencia del valor simbólico de los materiales. En cualquier caso, el ya fallecido González Cordón merecía un homenaje lejos de los apasionamientos de los vivos, y ninguno mejor que el que le hacen ahora sus antiguos compañeros en forma de gran libro.
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