El calor es un nombre ambiguo, sin entrar en otras cuestiones que no sean las del género gramatical. Por eso femenino resulta más expresivo e impactante, denota el sofoco y, en acortamiento popular, incluso acrecienta la solana: “¡Ojú, qué caló!”. Hecho el tiempo a las alarmas, que parecen novelerías si se vuelve la vista décadas atrás, cuando todo era más previsible, por su menos alterado curso, y las inclemencias del tiempo podían afrontarse con remedios caseros, aunque poco libraran del recalentamiento de los soberaos. Pero, hogaño, la gestualidad de los hombres y mujeres del tiempo parece acompañarse no se sabe bien si por la compunción o la sorpresa ante una ola de calor. Ay, que decir ola es mentar a la bicha, la madre del bicho, y la maldita segunda ola del virus que, con tantos anticipos, también está sofocando a los rastreadores. Mejor es quedarnos con la caló, sin miedo a sus alarmas porque son consabidas, antiguas y, por lo que hay, menores.

Agustín López Macías, con el seudónimo de Galerín, fue un periodista –con otros muchos quehaceres– hecho a sí mismo desde su incorporación, en 1901, como tipógrafo, a la recién fundada edición sevillana de El Liberal; donde, en el primer tercio del siglo pasado, aparecían sus artículos tocados por el sentido del humor. Del 25 de junio de 1921 es este: “¡Horrible! ¡Cincuenta y un grados!”, muy pocos días después de entrado el verano. En una de esas noches que se llaman tropicales por no decir infernales: “Anoche eran hornos los cafés del centro y hasta los del Prado, donde explotaron varias cafeteras. ¡Qué barbaridad!”. Con predilección por los asuntos femeninos, cuyo tratamiento debe entenderse en su tiempo propio –un error mayor de la memoria histórica es no reparar en ello–, el periodista reconoce que el achicharramiento le trastornaba los deleites: “No nos gustaban anoche ni las señoras, a pesar de los descotes, de las mangas clarines y la falda corta. Nos agradaba más una horchata helada, una cerveza, un mantecado, un ventilador, un tiro”. Acaso porque sería una de esas noches clásicas, sevillanas netas, dice Galerín, de las que hacen pensar en el suicidio. Ni siquiera el tranvía de la circunvalación, para dar un garbeo en busca del fresco –el fresquito en bendito diminutivo–, o los paseos a la orilla del río, con la concurrencia anhelando una brisa marina y remolona en Bonanza, aliviaban tan calurosas penalidades. Y mucho menos meterse en la cama… acompañado: “Nos huye la señora que pretexta cualquier afección para dormir en la butaca. ¡Dios se lo pague, porque si las esposas son casi siempre un sinapismo, en este época son cáusticos!”. Escrito fue hace un siglo, no se olvide. Y tampoco falta el pellizco a los varones: “Se ven por esos balcones unos cuadros pintorescos. Esos señores obesos que no viven, que se asfixian y aparecen en el balcón como tiburones en seco”.

Era la Sevilla de la caló bastante distinta, como cualquier tiempo pasado. Que en éste los sofocos quedan en alarmas y olas menores.

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