¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Cuando Sevilla era moderna

Sevilla tuvo hasta 1960 una amplia red de tranvía. Hoy, la ampliacion del Metrocentro está costando sangre y sudor

Las obras que el Ayuntamiento está perpetrando en la Plaza de la Magdalena han dejado al aire los antiguos raíles del tranvía de Sevilla. Casualidades de la vida, justo el día que nos enteramos del feliz afloramiento, recibimos el último número de Andalucía en la Historia, la revista que dirige felizmente la maño-andaluza Alicia Almárcegui, en el que aparece una de esas divertidas fotos de principios del siglo XX tomada en la Plaza de San Francisco, con señoritos tocados por canotiers, guardias municipales elegantemente uniformados y pillos de gorra y blusón. Todos posan con la serena dignidad de un Austria ante uno de los primeros vagones del tranvía eléctrico, inaugurado en 1899, el primero de Andalucía. Este revolucionario transporte público, hijo de la electrificación, la explosión demográfica de la segunda mitad del XIX y los ensanches urbanos, había llegado a España sólo tres años antes, en concreto a Bilbao, por lo que no es ningún exceso de ardor patrio decir que por aquel entonces, al menos en el capítulo de la ahora llamada movilidad urbana, Sevilla estaba entre las ciudades más modernas de España.

Conocedores de lo complicada y costosa que está resultando la ampliación hasta Santa Justa del actual y jibarizado tranvía -denominado con ese eufemismo ridículo de Metrocentro (las cosas del faraón Monteseirín)-, sorprende la amplia red de vías que tuvo Sevilla desde el sprint final del XIX hasta el 8 de mayo de 1960, fecha en la que circuló el último vagón por la ciudad, aunque hasta 1965 siguieron operando los que unían a Triana con el Aljarafe. A nadie le cabe la menor duda de que hoy, como en aquella España alfonsina y noventayochista, el tranvía es lo más moderno por razones económicas y ecológicas. Sevilla, víctima como todo el planeta de la seducción ejercida por el motor de explosión y el petróleo y sus derivados, enterró en alquitrán su red de tranvías para ahumar las calles con autobuses. Hasta la misma Catedral nos llegó a parecer de granito, tal era la grisura churretosa de sus piedras. Hoy, en cuanto se rasca un poco en la endurecida piel de la ciudad, emergen aquellos raíles por los que se movieron unos vagones de los que apenas nos queda el que se exhibe en la Plaza de San Martín de Porres, en la pleamar de San Jacinto, donde estuvieron sus antiguas cocheras. Es el recordatorio de que hay decisiones municipales que pueden hacer retroceder a una ciudad décadas. En la actualidad, con un Metro y un tranvía testimoniales y con serios problemas en sus ampliaciones, nuestro transporte público urbano, basado en el bus, es rehén de todo lo que ya no queremos: contaminación, atascos, lentitud... Las paradojas del progreso.

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