TIEMPO El último fin de semana de abril llega a Sevilla con lluvia

DERBI Horario y dónde ver el Betis-Sevilla

Solo un nombre

Hoy no sería posible imaginar el túmulo de Julio II, obra de Miguel Ángel, aplicado a papa alguno

El papa Benedicto XVI ha querido que, inscrito en su tumba, solo figure su nombre. ¿Su nombre terrenal, aquel que tomó como pontífice y obispo de Roma? Este despojamiento del viejo cardenal alemán nos hace recordar, no solo su condición de intelectual, propia a estos adelgazamientos de la mundanidad -aunque no siempre, como sabemos- sino a aquel otro papa del Renacimiento, Adriano VI, holandés de Utretch, cuyo carácter sobrio y poco dado al fasto, supuso, según Chastel, la involuntaria difusión del Renacimiento por toda Europa, dada la falta de encargos en la Roma posterior a León X, quien había puesto a Rafael Sanzio al cuidado de las ruinas clásicas, que aún mostraban al caminante su magna y fantasmal grandeza.

Este Adriano VI fue preceptor del césar Carlos (quien saqueará la Roma de Clemente VII, sucesor de Adriano, en mayo de 1527), y quien lo impulsaría, con toda seguridad, al solio pontificio. Lo cierto, en cualquier caso, es que Adriano, más "germánico" que sus predecesores, no gozó de la fama de otros pontífices, en cuanto al enaltecimiento de Roma, y sí de cierta aspiración ascética -la Devotio moderna- que fue determinante en las inquietudes religiosas de aquella hora, que se hallaron al fondo de la Reforma y su respuesta trentina. Hoy no sería posible imaginar el túmulo de Julio II, obra de Miguel Ángel, aplicado a papa alguno. Pero menos aún a este hombre inteligente y menudo, Joseph Ratzinger, quien parece valorar, no obstante, las novedades expresivas y humanas de Trento. Según Freud, el impresionante Moisés de la tumba de Julio II, un Moisés al que se le caen o casi las tablas de la Ley, y cuyo gesto es el de alerta y conmoción máximas, es aquel que acaba de escuchar la música de los idólatras, que rinden tributo al becerro de oro. Lo cual no disonaba, en absoluto, del corazón ardoroso del papa Della Rovere. Tampoco este gesto último de Benedicto XVI parece desmerecer de lo que sabemos de su carácter y de sus obras, donde toma sobre sí la empresa de restituir aquello que Cyrulnik llamó "el encantamiento del mundo".

Decía el historiador Huizinga, otro holandés, que la espiritualidad del norte no había entendido aquella conquista corporal de la Europa ribereña que fue el Renacimiento, cuyo ápice vertiginoso será el Barroco. El papa Ratzinger, a pesar de lo circunspecto de su lápida, sí pareció haber comprendido, en su radical valor, esta carnalidad de la fe, alguna de cuyas cimas se hallan, ya para siempre, en la desmesura de Rubens y Miguel Ángel, en el noble y colorido Sanzio.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios