Sonrisas

Los tumultos desmienten la faceta más inocua y folclorizante del catalanismo insumiso

Hay muchas clases de sonrisas y ninguna de ellas supera, en lo que supone de higiene para llevar una vida verdaderamente saludable, a la carcajada franca e incluso estruendosa con la que las personas alegres transgreden las maneras estreñidas y constreñidoras de la educación pequeñoburguesa. Las hay melifluas y condescendientes, como las que prodigan quienes se precian de finos para expresar su disgusto, o sinceras y afectuosas como las de las buenas gentes que no temen reprimir las muestras elementales de felicidad, pero mal pueden reivindicar el gesto quienes por su afición a la queja, la reprimenda o el gimoteo se pasan todo el tiempo con el ceño fruncido. Con esa mezcla de cursilería, desfachatez y cinismo que caracteriza a la retórica nacionalista, los ideólogos que alientan o traducen en consignas la insurrección de los ricos en Cataluña han definido su blando amago de rebeldía como la "revolución de las sonrisas". Desde la épica de los Claveles de los hermanos portugueses a las frustradas revueltas de la llamada Primavera Árabe, pasando por todas las que se alzaron contra las odiosas tiranías del Este tras la caída del Muro, han hecho fortuna las expresiones del tipo edulcorado para calificar las protestas populares masivas que se oponen sin armas a los regímenes despóticos. Resulta muy favorecedor para cualquier causa, aunque sea tan dudosa como la que promueven los pijos soberanistas, acogerse a un imaginario intachable que aúna las demandas democráticas y el rechazo al uso de la violencia. Pero lo que vemos en esos tumultos que desmienten la faceta más inocua y folclorizante del catalanismo insumiso, ritualmente representada en cuidadas escenografías que transmiten con indudable eficacia la falsa pose del pueblo oprimido, son escuadristas encapuchados, adolescentes que ejercen de matones o jubilados -mucha vieja airada en la primera línea- que amenazan a los vecinos, a los periodistas e incluso a los hijos, acosados en los colegios donde incubó la hidra, de los representantes del Estado -o de los ciudadanos desafectos a las directrices de la Generalitat- en la boyante autonomía sediciosa. No sonríen demasiado los líderes de los partidos que apoyan la secesión y el consiguiente secuestro, imposible de conciliar con las normas básicas de la democracia, de la mayoría no independentista. A lo más que llega el actual president, un burdo personaje que parece escapado de las oscuras covachas del tren de la bruja, es a esbozar una especie de mueca siniestra, que como la de los figurantes de la decaída atracción -el espectáculo está lejos de vivir su mejor momento- no inspira temor sino cierta lástima.

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