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EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

Tomando el sol

EL sábado pasado, Julián Muñoz estaba comiendo en la terraza de un restaurante de la costa de Cádiz. Julián Muñoz, que fue alcalde de Marbella, está acusado de haber robado muchos millones de euros, una cantidad que tal vez nunca se sabrá. Es cierto que estuvo en la cárcel, aunque no mucho tiempo, pero que sepamos no ha devuelto el dinero que robó, ni es probable que lo devuelva, ya que las leyes españolas, tan quisquillosas en asuntos tan trascendentales como el etiquetado de los productos de un supermercado o el doblaje de las películas al catalán, son de una laxitud incomprensible en todo lo que respecta a los delitos económicos. He usado la palabra laxitud porque es fea y suena a laxante, aunque no tenga nada que ver con la diarrea. Y la he usado porque las penas que reciben los acusados de delitos económicos no pasan de ser una especie de laxante que se les hace tomar antes de enviarlos de vuelta a casa. Algo así como una purga estomacal que les limpie la tripa. Nada más.

El restaurante de la costa gaditana estaba lleno. Y lo más sorprendente fue que la presencia de Julián Muñoz, que tomaba el sol a la vista de todo el mundo, no despertó entre los que estábamos allí nada más que un insistente zumbido de curiosidad, el mismo que podría haber despertado un actor famoso o una cantante de coplas. Mi hijo nos preguntó quién era aquel hombre que atraía las miradas de todo el mundo, y cuando le dijimos que era un hombre que había robado mucho dinero, se puso muy nervioso y volvió a preguntarnos a quién se lo había robado. "A nosotros, a todos nosotros: los contribuyentes", le dijimos. Mi hijo nos miró estupefacto. "¿A nosotros? ¿A todo el mundo?", preguntó. "Sí, a todos nosotros", le contestamos. En aquel momento mi hijo me miró indignado: "¿Y entonces cómo es que nadie le dice nada?". Me encogí de hombros. Mi hijo no se dio por vencido: "¿Y por qué no vas y le pides que te devuelva tu dinero?", insistió. Avergonzado, no supe qué contestarle.

Mi hijo tenía mucha razón: nadie le decía nada a Julián Muñoz. No hubo ni un comentario desfavorable, ni una sola mirada reprobatoria, ni un solo gesto de disgusto o de protesta. Nadie se cambió de mesa, por ejemplo, para demostrar que se negaba a estar al lado de aquel tipo que había desvalijado un ayuntamiento. Y entonces me pregunté si vivíamos en un país normal o en un país que está muy enfermo. Porque un personaje como Julián Muñoz no debería poder estar tan tranquilo en un restaurante. Como mínimo, debería pensárselo dos veces antes de salir a la calle, ya que sólo se merecería vivir una vida semiclandestina, escondiéndose y evitando a los demás y mintiendo a todo el mundo. Y si le dejamos tomar el sol tan pancho, en cierta forma somos sus cómplices. Yo el primero.

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