Acción de gracias

Truman

Al volver a 'El show de Truman' descubrimos que la película habla de algo distinto a lo que creíamos: nos retrata a cualquiera de nosotros

'El show de Truman'.

'El show de Truman'. / D.S.

QUE la Academia de Hollywood vaya a concederle el año próximo su Oscar honorífico a Peter Weir, una decisión anunciada hace unas semanas, nos llena de emoción a los que crecimos admirando al australiano, un cineasta que igual no pudo responder a las expectativas de sus inicios, que ha mantenido una carrera errática y un tanto desconcertante –resulta difícil encontrar puntos en común entre Único testigo, Matrimonio de conveniencia o Master and Commander–, pero que en tantas ocasiones ha exhibido esa maestría de los que saben contar una historia con pulso y con brío. Los de mi generación recordamos como una de las experiencias más perturbadoras de nuestra adolescencia un pase en la televisión de Pícnic en Hanging Rock: ahí descubrimos, fascinados, que ser director era más que pegar planos y dirigir a los actores, que había otros elementos –una dimensión plástica, una atmósfera– que hasta entonces se nos habían escapado. En esos años se estrenaría El club de los poetas muertos, un guión destinado a noquear a los jovencitos con inquietudes, lo que éramos nosotros, y Weir volvió a ganarnos, pero también intuimos entonces que no importaba el libreto que tuviese entre manos, que siempre habría destellos de su sensibilidad, su genio, su elegancia.

Ayer volví a adentrarme en el cine de Peter Weir con El show de Truman, que ha recuperado Filmin, un largometraje que quizás no fue acogido en su momento con el entusiasmo que merecía –sólo rascó tres candidaturas al Oscar, y hubo quien levantó la ceja ante la vulnerabilidad encantadora que Jim Carrey imprimía a su personaje–, pero que se recuerda hoy con el cariño de las películas que fueron importantes, como demuestra que el Festival de Cannes le dedicara su cartel este año. Yo regresaba a aquella historia dando por hecho que sabía de lo que hablaba, pero lo cierto es que mi memoria la había desdibujado. “Estamos cansados de actores que fingen emociones”, dice en el primer diálogo del filme un espléndido Ed Harris –en esta casa se tiene devoción a Ed Harris–, y uno piensa, erróneamente, como recordábamos, que El show de Truman iba sobre el desgaste de la ficción, que estábamos ante una cinta pionera que vaticinaba el atracón de realities que padeceríamos, denunciaba nuestra curiosidad malsana por las vidas ajenas. Pero en esta revisión, como ocurre con el buen cine, El show de Truman hablaba de otra cosa: de un hombre, cualquiera de nosotros, que un día, hastiado del tedio y del trabajo, de la hipoteca y de los plazos del coche, mira alrededor y contempla con perplejidad el mundo. Ahí radica la inteligencia de Weir, del guión de Andrew Niccol: las circunstancias de Truman son distintas, pero esa extrañeza, ese escalofrío y el deseo de escapar también son nuestros.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios