TRÁFICO Cuatro jóvenes hospitalizados en Sevilla tras un accidente de tráfico

Ese que va ligero por la calle y le dice uno: "¡Hasta luego, José!", y entonces José se detiene y dice para sí: "Ojú, ya me han reliao". Qué trabajo nos va a costar aquí no poder relacionarnos con el espacio y la compaña como solíamos. Leo en estos días plantos y endechas no ya porque los bares estén cerrados, sino porque no nos vamos a hallar cuando por fin nos hallemos en ellos. ¿Qué sentido va a tener ir a un bar si no puedes estar a tus anchas -es decir, apretadita, danzante de charla en charla, rechupeteando entre varios los ardientes caracoles de un mismo plato-? El 30% del aforo de la cervecería Casa Diego es, más o menos, un señor bajito. Para guardar dos metros en la puerta de Manolo Cateca hay que irse a la otra calle. En Casa Mateo Ruiz puedes guardar la distancia a lo largo, pero imposible a lo ancho. Ningún habitante del Mediodía se puede sentir dichoso en una distancia impropia de nuestra cultura. La elegía a los bares no es tanto por su selecta nevería, sino por el tipo de relación que propician sus socaires y angosturas, su posición estratégica para escarceos y escaqueos, sus guapos de La Cruz Verde, sus camareros más o menos malajes. ¿Y qué sentido tiene salir a la calle si es sólo un lugar de tránsito? Nos hace el apaño a las flâneuses, pero tu calle ya no es tu calle, "que es una calle cualquiera/ camino de cualquier parte".

Lo que los cuentos del Decamerón o Las mil y una noches trasminan -y Pasolini capta magistralmente- es la sensualísima forma de vida y relación que, frente a otras culturas sin tacto, ha pervivido a pesar de los embates. Subsiste una querencia por la reunión espontánea, la sabiduría epidérmica, el baile del habla, el roce y el cariño, el encuentro, la charla a la deriva, la alegría de lo inesperado. Las buenas conversaciones aquí no se suelen dar tanto entre dos como en bien grupo, al calor de algo que cuenta alguien y le salta rápido la otra y entonces otro remata y ¡gol! Así se oficia la palabra viva. Da igual quién dice qué ocurrencia mágica, ni que se la lleve el aire. Aquí, no sólo nos saludamos a besos las mujeres, también se usa entre los hombres (al Tito, tratamiento de respeto sin que tenga que existir grado de parentesco, los muchachos del barrio les saludan con beso). ¿Qué va a ser de nos sin el contacto estrecho que nos dispensábamos? Por ahora, sólo hallo una salida: en una carta, Federico García Lorca se despide de un amigo con "un abrazo chillao y zapateao". Buena idea. Últimamente, si me encuentro por la calle con alguna amiga, de súbito nos soltamos -los brazos abiertos- un entregado "¡ay, ay, ay!" acompañado de frenéticos taconeos y meneo de cabeza a compás. Menos da una piedra. De alguna manera tendremos que seguir saliéndonos del pellejo.

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