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La ciudad y los días

Carlos Colón

Los amantes del calor

YO no sé cómo hay sevillanos que les gusta el verano. Maldita sea la calor y los meses de julio y agosto", escribía ayer un lector. Y me parecía oír a mi padre o a mi amigo Alberto, que odian por igual el calor y maldicen en arameo la hora en que los trajeron a Sevilla o los parieron aquí. Curiosamente ni el uno ni el otro han hecho nada por alejarse de esta ciudad vapuleada por el fuego durante más de tres meses. Salvo los 20 años que vivió en Tánger, mi padre ha aguantado el verano sevillano desde que en 1924 lo trajeron aquí sus padres; y Alberto desde que lo parieron en la calle Torres allá por 1952. Ya son años, en ambos casos. Pues aquí siguen los dos, uno cerca de los 89 y el otro de los 60, despotricando del calor pero sin haber dejado nunca Sevilla. Errores de amor, tal vez.

Esta es la tipología local del sevillano-estatua, que se queda de por vida donde lo ponen. Sin dejar, eso sí, de protestar del calor. Lo que en esta ciudad es tan absurdo como hacerlo en Venecia por la humedad o en Estocolmo por el frío. Otra tipología, en la que servidor se integra, es la de los sevillanos a los que nos gusta el verano. Podría explicárselo al lector con algunos ejemplos comprensibles como la tibieza de las noches o la dulzura de las primeras horas de la mañana. Quien madrugue sabe hasta qué punto son ásperas y desabridas las frías oscuridades invernales de las 7 o las 8 de la mañana; y la amabilidad de los tempranos amaneceres veraniegos, frescos y cuajados de vencejos. Podría hablarle también de la gloria de la luz larga que conquista la noche hasta bien pasadas las diez. Y aunque no lo comparta, supongo que comprendería que a algunos nos gusten las mañanas dulces, los días largos y las noches tibias. Aun al precio del calor.

Pero no se lo habría dicho todo. Porque los amantes del calor tenemos un punto majareta y masoquista que nos hace disfrutar viendo el sol batir las murallas, los bloques de pisos, las avenidas, las torres, las azoteas y las espadañas, tanto como un vasco goza viendo el Cantábrico azotar las costas un día de galerna. La atracción por la desmesura, supongo. Y aún habría más. Joseph Peyré tuvo la intuición de cerrar su novela Guadalquivir con estas palabras: "Había encontrado en Sevilla su desierto". Y el desierto, como escribió Lawrence de Arabia, es una pasión por el absoluto y por la nada. Lo que nos sitúa en el corazón más barrocamente negro de Sevilla: el de las postrimerías de Valdés Leal. ¿O acaso estos días de más de 40º Sevilla no es un implacable Nefud en el que "el desierto devuelve sin cesar a la nada los actos humanos"?

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