¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Repeticiones y repetidores
KAMLESH, mi amigo londinense de orígenes hindúes, me regaló un libro de autoayuda, El camino del hombre superior, escrito por el americano David Deida. Este mismo libro se lo regaló su novia, una profesora de yoga. Él quedó tan impresionado con el libro hasta el punto de decidir tener un hijo con ella. Seis meses después del nacimiento de la hija, la pareja se rompió.
A pesar del desastre que el libro desencadenó, apoyo una de las ideas en las que gira: el amor es femenino, la libertad masculina y, dependiendo de cuánto tengamos de partes femeninas y partes masculinas, vivimos en parte por el amor y en parte por la libertad. En mi país de origen, y en otros países nórdicos que he conocido, una mezcla andrógina de carácter es muy normal. En Sevilla, no lo veo normal. Veo a los hombres extremos en su masculinidad, y a las mujeres extremas en su feminidad. Si el autor hubiera pasado toda su vida en Sevilla, la idea central de su libro habría sido más radical: las mujeres viven en torno a la búsqueda del amor y los hombres en torno a la búsqueda de la libertad.
Compré el libro en castellano y expliqué a mi mujer el contenido. Me dijo: "Eso es un tópico que todos conocemos". No le apetecía leerlo, quizás porque ella es la viva imagen de lo que el autor define como femenina.
Por ejemplo, el otro día, nada más llegar del trabajo, se desahogó diciendo:
-Hoy me contó una compañera que cuando pasea con su marido por las calles y se cruzan con una chica guapa, ella le insiste para que mire y se recree en el monumento que está pasando, diciéndole: "¡Qué chica más mona, verdad! ¡Qué tipazo tiene!". ¡Ojú! ¡Como si a los hombres tuviéramos que animarles! El día que el marido le responda con lo que realmente piensa dejará de alardear de la confianza que tiene en él.
Para mi mujer, y muchas sevillanas más, una chica guapa es siempre un peligro para los hombres comprometidos. Aunque nos hemos retirado voluntariamente del juego, seguimos, según ellas, y seguiremos para siempre con las ganas de jugar. Para mi mujer, las muchachas que dan rienda suelta a sus hombres como si ser posesiva fuera incompatible con ser una mujer madura y moderna, o no están enamoradas de sus hombres o son unas naïfes engañadas por una propaganda que va totalmente en contra de la naturaleza.
Años antes de conocerla, pasé algunos días en los Alpes con un grupo de ingleses. Fuimos siete parejas, yo el único yanqui. En el chalé hubo matices de sexo detrás de casi cualquier intercambio, y por la noche juegos insinuantes e incluso exhibicionismo que me llegaron a escandalizar. Todo fue "irónico", una especie de "humor británico", supongo, aunque nunca llegué a encontrarle la gracia. Las muchachas, mi ex novia incluida, se mostraron calientes ante todos los hombres, y los hombres respondieron solamente con guasa. A mi mujer le costaría creer en esta supuesta confianza y libertad. Y a mí. Cuando las líneas son así de borrosas, ando totalmente perdido.
En EEUU, el juego es aún más siniestro. Mientras todo parece de perlas en una relación, la mujer, para asegurarse de la fidelidad del hombre, le somete a una vigilancia clandestina constante. Y el hombre, para no despertar alarmas en su mujer, miente incluso cuando no hay motivo para sentirse culpable. Hablo de nuevo de la experiencia. En demasiadas ocasiones he dicho a ex novias que no podía verlas porque tenía que trabajar, cuando realmente quería pasar una noche o fin de semana a solas.
Descubrí que prefiero las cartas boca arriba. Si mi mujer es representativa de las mujeres sevillanas, lo afirmo, son peligrosas, al menos para un americano. Acepto que es por mi propio bien que toma precauciones conmigo. No me permite tener amigas íntimas, pues vivo más tranquilo. Por mucho que yo minimice el aspecto físico de las alumnas a las que imparto clases particulares, al volver del trabajo, me suele decir: "¿Con cuál has dormido la siesta hoy?". Menos mal que no soy un comercial, porque los viajes de negocio nos saldrían carísimos. "Viajaría contigo", me dice. Todo eso, además de probar que mi mujer me valora, me mantiene alerta a mis demonios y debilidades.
A aquellos lectores que me consideran machista porque estoy de acuerdo con la idea central del libro de Deida, recomiendo a los hombres que sigan preparando cenas románticas a sus mujeres los domingos por la tarde, a las mujeres que sigan dejando a sus niños con sus maridos para reunirse con sus colegas una vez por semana. Mientras tanto seguiré limitándome a definir como machista a aquéllos y aquéllas que creen que las tendencias propias de su sexo son una excusa para aprovecharse de los demás.
Como contrapunto a mi mujer, me hace falta emular más la innata masculinidad de los varones hispalenses. Aprendí mi primera gran lección gracias a mi ex alumno Víctor, un profesor de la UPO. Cuando yo estaba todavía soltero, lo llevé de juerga después de impartirle clase. Acabó la noche en la calle Betis a las cuatro de la madrugada. Víctor encendió su móvil y descubrió 22 llamadas perdidas de su novia. Le perdí perdón por haber causado un conflicto.
-Tranquilo -dijo dándome una palmadita en la espalda-. Esto es bueno para la relación. Las mujeres nunca pueden olvidar que somos hombres y estamos vivos.
En suma, a mi matrimonio le viene bien que mi andaluza me tenga atado en corto. Pero también le vendría bien si, de vez en cuando, mi mujer recordara que soy un hombre y estoy vivo.
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