La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
Unos dicen que la historia se repite y otros, como Mark Twain, que al menos rima. Hace tiempo que se me hace presente la Europa de los años treinta. Borrascosa, malencarada y pesimista. Escribía Stefan Zweig en las primeras líneas de El mundo de ayer que, antes de la Gran Guerra, todo parecía asentarse sobre la duración y la estabilidad. Nadie creía en guerras, revoluciones, ni subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón. Y al leerlo, no sé si describe la Belle Époque o los años finales del siglo XX.
Y aquí viene la rima. La Belle Époque se esfumó cuando eclosionó el nacionalismo más ruin y la Gran Depresión destruyó una parte importante del desarrollo y la riqueza fruto de la Segunda Revolución Industrial. El mundo estable y en permanente desarrollo que sucedió a la estrepitosa caída del comunismo, agotado en su ineficiencia, su violencia y su palmaria ausencia de libertades, no fue capaz de consolidarse. Dos decenios después, ese mundo se erosionó. La crisis financiera de 2008 fue el estallido de una gestión que confundió al mercado financiero con las mesas de un casino. Y otra vez la inseguridad, el miedo al futuro, avivado ahora por una pandemia que es la Gran Guerra de quienes tenemos la suerte de no haber vivido ni siquiera una escaramuza, vuelve a sacar a la calle el nacionalismo de tribu y tripas, despreciando sociedad y razón.
Se vanaglorian muchos de nuestros políticos y sus adláteres de dar la batalla de las ideas en una guerra cultural. Más allá del innecesario lenguaje belicista, esto es una riña de exabruptos. La fortaleza de una idea no está en la potencia del bramido con que se vocifera, sino en la calidad de sus argumentos y en la capacidad didáctica y pedagógica de quienes lo transmiten. La discrepancia y la confrontación de ideas enriquece. Su imposición, la descalificación del adversario, la falacia, la soberbia de creerse en posesión de la verdad, son los instrumentos de la irracionalidad que nos llevarán al totalitarismo. O a esa democracia iliberal de líderes fuertes y providenciales que convierten la democracia en una función teatral para afianzar dictablandas y dejar entrar por la ventana a la dictadura. Si la democracia no es liberal se pudre. La historia nos enseña que a la democracia le preocupa la forma de acceder al poder y al liberalismo cómo limitarlo para que no caiga en tentaciones autoritarias.
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