La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
La sana rivalidad es un aliciente para todos. Como dijo Belmonte de Joselito: “Tanto le debo yo a Joselito, como Joselito me debió a mí”. Pero si la convertimos en un mero enfrentamiento visceral y atávico, sólo abonaremos el fanatismo. Sobre todo el de los seguidores. Que los seres humanos somos racionales es una afirmación peligrosa cuando se trata de determinados asuntos o nos arremolinamos como una turba alrededor de una idea, una bandera o una afición. Irracionalidad que se ejemplifica en aquella vieja anécdota taurina del cura sevillano que se negó a que sus feligreses portaran a Belmonte en las andas de la Virgen tras una de sus grandes tardes, no por la clara blasfemia que hubiera sido ver a un torero, por grande que fuera, venerado como si fuera el mismo dios, sino por su conocida afiliación gallista resumida en esta frase: “Si todavía hubiera sido Joselito...”. Y es que si entonces, España se dividía entre los de Joselito el Gallo y Juan Belmonte, luego lo hizo entre el Madrid y el Barça y ahora y siempre, entre “los hunos y los hotros” en afortunada expresión de don Miguel de Unamuno.
La veneración que profesan muchos compatriotas a sus líderes políticos en la España de hoy más que rozar, traspasa largamente el fanatismo. Porque no se trata de que, en un ejercicio de inmadurez ciudadana, activismo político o perruna fidelidad, no cuestionen nada de lo que hacen renunciando a cualquier análisis crítico, es que justifican y perdonan, sea lo que sea, cuándo, dónde, cómo y por qué lo hagan siempre que quién lo haga sea su líder, ser providencial y perfecto. Estoy seguro de que si alguno de ellos lee estas líneas identificará inmediatamente a los “hotros”, pero será incapaz de verse a sí mismo retratado entre los «hunos». Aún así, lo más grave no es el proceso de endiosamiento al líder que se acaba convirtiendo a ojos de los suyos en todo un catálogo de virtudes, libre de cualquier defecto humano, sino el odio que destilan hacia cualquiera que ose, simplemente, criticarlo o dudar un ápice de sus acciones.
Sólo puede defraudarte aquel en quien has creído. Por eso, hemos de ser mucho más exigentes con aquellos a quienes hemos dado nuestra confianza que con los que nunca la tuvieron. Pero ese ejercicio de racionalidad y exigencia resulta imposible para cualquier fanático. Seres a quienes definió Churchill como aquellos que no pueden cambiar de opinión y no quieren cambiar de tema.
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