Acción de gracias

Las carpetas

A veces pienso con culpa en todos los viajes que mis padres no pudieron hacer enredados en sus obligaciones

Encontramos en los cajones del piso, entre las fotografías, los seguros del hogar y las notas escolares, los vestigios de la vida en aquella casa, unas carpetas donde mi padre guardaba todo lo relacionado con sus viajes, desplazamientos motivados por el trabajo que le habían llevado a destinos dispares como Israel, Canadá, Grecia o Estados Unidos. Asombraba la minuciosidad de aquella documentación, que reunía la cronología de las conferencias a las que había asistido -centradas en el campo, en los avances en cosechas y regadíos, porque mi padre era ingeniero agrónomo-, la publicidad de los hoteles en los que se había alojado, el folleto de algún monumento que visitó entonces, el detalle de los aviones que había cogido. Eran otros tiempos en los que el ciudadano medio apenas viajaba, y aquellas expediciones se recordaban como aventuras únicas, como aprendizajes íntimos que ensanchaban el alma, lejos de la voracidad y el vértigo del turismo de ahora, de su grosero exhibicionismo, y quizás por eso mi padre conservó todos esos papeles, como capítulos privados de su memoria. ¿Volvería a ellos al final de alguna larga jornada, en esos ratos en que le gustaba estar consigo mismo, como quien fantasea con un refugio, para olvidarse del tedio de la rutina, de los aprietos económicos, del ruido de la familia numerosa? ¿Soñó tal vez con ser otro, con empezar de nuevo y dejar atrás las ataduras -un anhelo humano y legítimo- en alguno de esos parajes?

A menudo, cuando planeo ilusionado mis vacaciones, me acuerdo con una punzada de remordimiento de todos esos viajes que mis padres no pudieron hacer enredados en sus obligaciones, sacrificados en atender a sus hijos. Me viene a la cabeza esa secuencia tan bella con la que se abría Up, la película de Pixar: la historia de una pareja que va aplazando sus anheladas expediciones era -es- tristemente una historia común. Pienso entonces en la contradicción de que mi madre pintó de joven en sus cuadros la luz de París, pero no paseó por Montmartre ni junto al Sena hasta ya mayor y viuda, igual que iría a Roma con sus hijas como quien resuelve una asignatura pendiente, y caigo en la cuenta entonces de que ella no llegaría a conocer Londres pese a que su familia paterna procedía de Inglaterra. A veces, en un aeropuerto, mientras esperamos en la cola para embarcar en algún vuelo, contemplo a una pareja de ancianos que aguarda delante de mí, y celebro que la curiosidad no se les haya agotado todavía, que el mundo les muestre aún su componente de emoción y sorpresa. Yo quiero viajar así siempre, consciente del valor de esas escapadas, del hueco relevante que tendrán en nuestro recuerdo.

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