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José Antonio Carrizosa

jacarrizosa@grupojoly.com

La caseta de Abengoa

En la caseta que fue de Abengoa y que este año es para los turistas está la mejor metáfora de la Sevilla de hoy

Durante alguno de sus paseos por el real lléguese a la altura de Pascual Márquez 225 y fíjese en la caseta que tiene delante. Si la Cruzcampo y la manzanilla no le han nublado demasiado el entendimiento -doy por hecho que usted es objetor de ese menjunje que algún gracioso bautizó como rebujito- párese un momento a pensar: está junto a la mejor metáfora que se haya construido en mucho tiempo sobre la Sevilla que le ha tocado vivir. Como habrá adivinado, la caseta en cuestión es la que este año el Ayuntamiento de don Juan Espadas ha decidido abrir de par en par a los turistas que nos visitan, La misma que hasta el año pasado era la sede ferial de Abengoa. La empresa la ha perdido, como pudo leer en su momento en este periódico, por no haber pagado los correspondientes derechos. No ha estado en los últimos tiempos Abengoa como para dedicarse a otras menudencias que no fuera su propia salvación de muebles. Parece por fin que conseguida a base de un empequeñecimiento que todavía no ha terminado y que puede que un día no muy lejano la prive hasta de su nombre.

El alcalde pensó, con la sensatez que en mi opinión lo caracteriza, que el espacio que ha dejado libre la que un día fue el símbolo en el que la Sevilla más dinámica gustaba de verse reflejada podría dedicarse al sector que, a falta de cualquier otro, mueve la ciudad en estos tiempos. Qué mejor que acoger a esos visitantes extranjeros que hasta ahora estaban condenados a deambular por el real sin poder entrar en ninguna caseta por no conocer a nadie y con la sensación, viendo cómo la diversión es para todos menos para ellos, de que alguien los ha timado vendiéndoles la Feria de Sevilla como la meca del jolgorio. Me van a perdonar la petulancia, aunque sea difícil, pero viendo a alguno de ellos logré comprender a Heidegger y su concepto del hombre como ser arrojado al mundo, que está en la base de la filosofía existencialista. Ahí queda eso.

Aplauso, por tanto, para la caseta en cuestión, que no le hace mal a nadie y que puede hacerle pasar algún buen rato a algún visitante proclive a ello. Pero detrás de sus toldos está esa Sevilla que asiste acomodaticia, acrítica y sesteante a su propia decadencia. Esa Sevilla que cambia a los ingenieros de una multinacional que vendía en todo el mundo y cuyos ejecutivos vivían en los aviones por turistas de medio pelo, de paella liofilizada en los miles de veladores de Argote de Molina y traje de gitana de papel comprado en las decenas de tiendas que ocupan impunemente las estrechas aceras de Hernando Colón.

Cierto que del hundimiento de Abengoa, caseta incluida, tienen la culpa sus directivos y las decisiones que tomaron, entre ellas no adivinar por dónde iban ir los sectores en los que invertían con dinero ajeno. Pero, a los efectos que en este artículo nos interesan, la empresa fue durante muchos años el modelo en el que Sevilla debía mirarse. En medio de una mediocridad exasperante, un símbolo de que desde una ciudad media se podía aspirar a jugar en las grandes ligas mundiales. Hoy todo eso queda atrás. Lo hemos sustituido por mesnadas de turistas que hacen colas eternas para entrar en la Catedral y el Alcázar y que se aprovisionan de souvenirs en las tiendas que, junto a las decenas y decenas de franquicias, han cambiado para siempre y a peor el centro de una de las ciudades que aún así pasa por ser una de las más bellas de Europa.

De esa belleza vamos a vivir, y de una marca que degradamos día a día. Mírelo en la caseta de marras. Pero tampoco se detenga demasiado. Total, no parece que la cosa tenga ya mucho remedio. Mejor prosiga su paseo y dese con la moderación debida a la Cruzcampo y la manzanilla. Deje el rebujito para los guiris de la caseta de Abengoa.

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