EL Getafe ensucia tanto los partidos, crea tanto ruido alrededor del puro juego, que la agitación difuminó el extraordinario nivel futbolístico que exhibió el Sevilla el sábado por la noche en su goleada al malencarado equipo madrileño.
En la resaca, el hinchado tobillo izquierdo de Lucas Ocampos y el inquietante estado de sus ligamentos, la actitud nada edificante de los entrenadores tras la entrada de Djené o el debate sobre la intencionalidad de éste en su artera acción –ir a cortar un balón enseñando taco y con el gesto de pisar y presionar, no de patear, delata al autor– fue durante el día de ayer la gasolina que encendió las redes sociales.
Al partido de marras no le faltó un perejil para esas discusiones que echamos tanto de menos, las de barra de bar. Hasta Monchi volvió a sacar su perfil más visceral, el mismo que lo lleva a celebrar las conquistas más que ningún sevillista, para bajarse la mascarilla y perder la templanza por un encuentro cuyas bridas tardó muy poco en perder Juan Martínez Munuera.
Al director general deportivo del Sevilla también le debió quemar por dentro que tanto trazo sucio ocultara un cuadro –vamos a recurrir a su manida metáfora–, el que estaba pintando su equipo esa noche, de una inspiración distinta, de una sorprendente belleza.
A menudo, sobre todo en casa, el equipo de Lopetegui ha actuado bajo un ritmo monocorde, con abuso de juego al pie, cierta premiosidad en la salida con el balón incluso en los contragolpes. Ha ocurrido también a menudo que, al final, los sevillistas han salido victoriosos bajo el mando del preparador vasco porque su orden en el campo y sus conceptos tácticos distinguen a un bloque compacto, muy bien amasado. Pero de tintes sobrios.
Lo que ahora destila es distinto. Combinar ritmo de balón con precisión como hizo ante el Getafe es el sueño que muy pocos cumplen. Y por ahí se adentra el Sevilla de Koundé. Una gran noticia opacada por demasiados trazos sucios.
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