EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

El cine de Éric Rohmer

EL cine de Éric Rohmer, que acaba de morir a los 89 años, parece ahora tan antiguo como las películas de Harold Lloyd y de Buster Keaton, cuando los policías eran gordos y llevaban un bigote que parecía un cepillo de lustrar botas, pero las buenas películas no son antiguas ni modernas, sólo son películas que siempre nos interesan a pesar del año en que fueron rodadas. De las películas de Rohmer me gustan los detalles, como en toda obra de arte: las nubes que se acercan en una tarde de verano, una charla de sobremesa entre un ingeniero y una mujer que vive su vida sin dar cuentas a nadie, o la chica solitaria que emprende un viaje de vacaciones sin saber que al final, cuando crea que ha malgastado su tiempo, va a encontrarse con el rayo verde que asoma un segundo por el horizonte. Es muy difícil hacer cine así, con tan pocas cosas, con esos desvíos secundarios que la vida toma sin avisar, o con esos cambios de ánimo casi imperceptibles que a Rohmer le bastaban para crear una situación y agotarla desde todos los puntos de vista. Y qué difícil es hacer un cine en el que los personajes dialoguen sin parar sobre cualquier tema, ya fuera Pascal, los horarios de autobuses, los segundos matrimonios, la mejor forma de preparar un asado o las ventajas e inconvenientes del divorcio.

Me gusta comparar los diálogos de Éric Rohmer con los que se oyen en el cine español, tan mal escrito y tan mal dialogado -y tan mal interpretado- que uno tiene la sensación de que se está colando por la parte superior de la pantalla el micrófono que está registrando la conversación de los actores (hay excepciones, desde luego, aunque escasas). En cambio, en el cine de Rohmer, incluso en sus peores películas, uno acababa creyendo que las conversaciones eran reales. Y es que en la vida real hablamos como hablaban sus personajes, porque nos ponemos pesados, o nos las damos de petulantes y empezamos a decir tonterías, o no somos capaces de dejar de decir frases intrascendentes, aunque a veces se nos escape algo que es interesante, o se nos ocurra una réplica ingeniosa, o formulemos una idea atractiva de la que ni siquiera nos creíamos capaces. La vida es así. Y el cine de Rohmer sabía captar la vida tal como es, igual que sabía captar esas nubes que asomaban sobre las casas de veraneo al borde de un lago, donde unos cuantos personajes se enamoraban y desenamoraban (pienso ahora en una de sus mejores películas: La rodilla de Clara).

Rohmer era todo lo contrario de la parafernalia visual de Avatar, en la que una magnífica imaginación visual se pone al servicio de una idea pretenciosa y simplona. En su caso, todo ocurría al revés: una modesta apariencia visual se ponía al servicio de la inteligencia. ¡Y la cosa funcionaba!

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