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A estas horas de la madrugada te da por comprar arte?", carcajeaban mis amigos. Habíamos entrado a El corral de Esquivel para tomar la penúltima, vi el cuadro a la venta y casi lo arranco de la pared. ¡Adjudicado! Se trataba de una intervención pop sobre una copia del archifamoso cuadro de Murillo de los dos niños callejeros, zarrapastrosos y descalcitos, que comen fruta. El artista, que firma como Ismaelo, había sustituido las uvas por un cacho de pizza y el melón por una bolsa de hamburguesas. Bajo los harapos, los nenes llevaban camisetas de sus superhéroes favoritos. Aquellos niños de la Sevilla del XVII habían viajado en el tiempo, desde su Alameda a la mía. Aquí siguen pululando, quizá más invisibles que nunca, en el ahora de nuestra ciudad.

Contemplo el cuadro -que ahora cuelga, en señal de admonición, a la entrada de mi cocina- mientras escucho por la radio que Philip Alston, relator para la Extrema Pobreza de la ONU, ha venido a Sevilla para ver cómo está el percal y, a su paso por algunos de nuestros barrios, se ha echado las manos a la cabeza y nos ha puesto la cara colorá. El relator ha relatado lo que ha visto en "vecindarios de pobreza concentrada donde las familias crían niños con una grave escasez", sin apaños para que esas criaturas puedan vivir ahora su infancia ni mañana abrirse camino de algún modo. El 29'5% de los niños de nuestro país se encuentran en riesgo de pobreza y exclusión social. No pocos de ellos malviven en esta ciudad. Esto debe ser portada en todos los periódicos de Sevilla. Y no lo es.

Pero los niños de Murillo de la Sevilla de hoy no sólo son los de nuestros barrios más duros; los niños yantan comida basura en muchos rincones no demasiado visibles de nuestras vidas. Ya no se entretienen en las plazuelas, entre otras cosas porque suelen estar ocupadas por veladores. En la que está junto a casa, cuelga el cartel que prohíbe jugar a la pelota, y en mi patio se establecen estrictas premáticas para regular los juegos del cuerpo de infantería. (Luego nos quejaremos de la hiperactividad y la obesidad infantil). Hay espacios públicos reservados para los juegos, acotados por supuesto, o bien propios de los grandes centros comerciales. Leo por las redes que lo que ahora mola son los restaurantes sin niños, cuando lo que más bien debiera estilarse son los restaurantes libres de padres que no saben cómo, cuándo y dónde estar con sus chaveas. La Sevilla de los niños no puede seguir siendo de los pícaros de Murillo; ni aquéllos pudieron vivir su infancia aquí ni los de ahora tampoco plenamente. Contra este estado de cosas, se alza a diario, desde los patios y a la salida de los colegios, una estruendosa algarabía. A ella me encomiendo.

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