el poliedro

José / Ignacio Rufino

La cómoda visión del malo afuera

La reconversión social hacia el bajo coste mueve a muchas personas a atribuir toda desdicha a fuerzas exteriores

EN la forma de afrontar las acometidas de la vida y de encarar las circunstancias adversas las personas diferimos unas de otras, a veces de manera radical. Los psicólogos del aprendizaje nos hablan sobre cómo hay, si nos ponemos dicotómicos, dos tipos de individuos según si atribuyen las cosas que le suceden a sus propios actos, o bien las atribuyen al azar, al destino, al poder de otros o, en general, a fuerzas externas y ajenas a su control. El primer grupo de personas, según la jerga, tiene un locus de control interno, y el segundo grupo, externo. Los primeros sienten que controlan su vida, y suelen confiar y creer más en su esfuerzo que en la mano negra o la predestinación, como hacen los segundos.

La gente con locus de control externo suelen jugar más a la lotería. Esto último es una hipótesis muy personal que no aspira en absoluto a generar un debate científico, ni mucho menos a erigirse en teoría o paradigma, pero sí está basada en el empirismo. Es decir, que yo lo vengo notando alrededor, en las conversaciones, incluso en mí mismo: durante la fase (aparentemente) maciza del ciclo económico, no sólo no compraba lotería ni cupones, sino que no dedicaba ni un minuto a la semana a pensar en la repentina riqueza que me otorgaría un décimo premiado; en los problemas que tal premio eliminaría de un plumazo. Ahora ese paraíso improbable es más recurrente en las mentes de las personas, como una especie de dopamina de la crisis. Pero las drogas enganchan.

Es cierto que, por ejemplo, el gasto medio en grandes acontecimientos del bombo de la suerte, como el Gordo de Navidad, ha decrecido un poco con la crisis. Sin embargo, otros vicios de juego de menor coste afloran como síntomas del proceso de reconversión de nuestras vidas hacia el low cost. La vida de bajo coste, el deterioro de las certezas y de las coberturas nos lleva a buscar anclajes en el juego o los dioses nuevos, por no mencionar la botella. De hecho, hay apostantes de 50 centimitos una y otra vez, que se ensucian a diario la uña rascando. Algo así como el alcoholismo de tetrabrik, pero en juego. En los vicios también hay clases, cada vez más polarizadas. Como viene sucediendo con todo.

El locus de control parece desplazarse hacia afuera de las personas, que recurren hoy más al azar, e incluso hacia el esoterismo y la paranoia. Cuidado con la palabra: paranoia. No hablamos de la percepción de que éste es un país inusitadamente repleto de granujas asociados al poder, o de darse cuenta que el Gobierno tiene menos palanca y capacidad de maniobra dentro -y no digamos fuera- de sus fronteras que un quinto recién llegado al cuartel. Eso es noia, mente y conocimiento, y no paranoia. Quienes rebasan todas las líneas y se posicionan de una manera agresiva, sin dudas ni autocrítica, con convicciones absolutas que los llevan a querer eliminar físicamente a los representantes del mundo exterior a quienes atribuyen todos sus males, ésos sí son paranoicos, y cosas peores. Ver esta semana a chavales sanos esperando su turno -como los pasajeros de Aterriza como puedas ante la histeria de una señora- para dar patadas de kárate al escaparate de un banco es una tontería simbólica si quieren, mucho menos grave que los trajines de Bárcenas, Pujol o Guerrero, pero un espectáculo triste: ninguno haría eso si uno de los que estuviera aterrado dentro de la sucursal -por mil y pico al mes- fueran su madre o su padre. Como esos padres que dan inmensa ternura a sus hijos pero odian con mala baba a la mitad de los padres del país. Que los hay, y cada vez más. También es empírico esto: yo lo vengo notando. La compasión se evapora, y urge recuperarla. La alienación produce violencia. Una Justicia más dotada y ejemplar sería un buen antídoto ante este proceso autorreferencial que se expande y tan inquietante resulta.

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