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Cambio de sentido

Cuánto dolor

Quienes sobreviven al suicidio cuentan que, más que dejar de vivir, querían dejar de sufrir

Alivia que, por esta vez, hayamos escuchado quebrarse el silencio que cubre los suicidios con un cristal negro. Desde la semana pasada, y con motivo del día mundial de su prevención, he leído datos espeluznantes sobre la que es la primera causa de muerte no natural en España. Durante la pandemia han aumentado un 250% los intentos autolíticos entre jóvenes. 10 personas al día se quitan del mundo en nuestro país. Por cada suicidio consumado hay 20 fallidos. Las estadísticas de Andalucía dan miedo: concentramos el 17,4% de los suicidios del territorio español. En esto somos los primeros. Me pregunto si la forma de suicidio escogida aquí -colgarse con un ramalillo- tiene un sustrato cultural. Lo que sin duda lo tiene es el estigma que cae sobre la casa del ahorcado; hasta hace no tanto los suicidas se enterraban en corralito aparte. En estos días hemos visto a gentes de a pie, convocadas por Stop Suicidios, y a políticos reclamar al Gobierno un plan para la prevención de suicidios. Uno de verdad, con recursos y abordaje desde todas las áreas y formación específica de psicólogos y psiquiatras.

Cuánto dolor, me digo a mí misma cada vez que pienso en amigos, queridos y concretos, que decidieron saltar al vacío. Cuánto dolor debían de guardar dentro. Un dolor insoportable, una desesperanza abisal. Quienes sobrevivieron al intento cuentan que, más que dejar de vivir, querían dejar de sufrir. Quienes dicen no entender las razones del suicida, y lo tratan como al más infeliz de los pecadores, como a un ofensor del terrible Dios, y hablan de su cobardía, no albergan dentro de sí valor alguno que pueda considerarse humano. Ese es, quizá, uno de los principales problemas: el mundo construido hasta el momento va justito de sensibilidad, consideración y justicia social. Antes bien, vivimos en un sistema que nos invita a ser feroces, bordes, insaciables. Quienes, en su vida y su actitud cotidiana, contribuyen a hacer este mundo aún más insoportable, también atan la soga al cuello de quienes no quieren seguir viviendo. Hay dos formas -decía Italo Calvino- de no sufrir este "infierno de los vivos": "volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo" o "buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure y dejarle espacio". No ser infierno, ni tolerar cerca a quienes pretenden serlo, quizá sirva, entre otras muchas cosas, debien colateral, aliento y ayuda para quienes ven -cuánto dolor- su propia muerte como única salida.

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