Notas al margen
David Fernández
Del cinismo de Sánchez a la torpeza de Feijóo
La primera vez que le hinqué el diente a participar en un libro de estilo para la radio, una de mis primeras obsesiones fue esa lindeza del uso del Don. Hay un clic mental que en aquellos años -más de veinte, hace ya- provocaba que a ciertos perfiles se le endosara casi de forma automática, mientras que a otros se les desproveía con la misma fluidez. Pasaba incluso cuando los ínclitos estaban frente a frente, en amigable mesa redonda o en programa abierto. Ya se imaginan: empresarios y cargos públicos lo traían en el ojal y los sindicalistas o activistas lucían su nombre propio a palo seco, aunque fueran bachilleres y hasta doctores cum laude. La RAE, que anda congreseando felicísima en nuestra atlántica y feraz Cádiz, dice que Don es el tratamiento de respeto que se antepone a los nombres de pila. Antiguamente estaba reservado a determinadas personas de elevado rango social. Se ve que no tan antiguamente porque, como digo, hubo que recurrir a recordar cuando sí o no usarlo para evitar un acto fallido -clasismo o molicie, no seré yo quien nos sicoanalice- en el citado manual ¿Y el Doña, dirán ustedes?. Pues lo mismo, pero menos. Porque aparecían menos mujeres por entonces y casi ninguna merecedora del rango con alguna excepción como Doña Concha Piquer o Doña Mercedes, madre del actual emérito y ninguna de la dos, por distintas razones, se prodigaba mucho en los micrófonos en aquellas fechas.
El consejo general o al menos la norma que yo misma me he aplicado toda la vida es: ante la duda, la omisión. Nadie Don y todos con su santo y seña procurando evitar diminutivos y tuteos. Ya ven, "perdimos otra vez", que cantan les Luthiers. Hoy se tutea en antena a ministros con pasmosa naturalidad y hasta algunos excelentísimos prefieren que les llamemos por su apelativo familiar, como si estuviéramos en viaje de fin de curso o en casa en gozosa cuchipanda. No generalizo, que hay quien sigue manteniendo el discreto encanto del ustedeo o usteo (de nuevo la RAE) y quien descarta de partida el Don y Doña para evitar distingos y, sobre todo, por economía de lenguaje, esa norma no escrita que termina imponiéndose siempre. La semana pasada en un acto público, en una relación de premiadas, a una de ellas se le birló el Doña, sin maldad, por puro olvido, pero de efecto no deseado que hubiéramos evitado luciendo solamente los nombres y apellidos. ¿Y qué decir de esa costumbre -heredera de un afamado programa deportivo- de llamar Don a contertulios y entrevistados en jocoso y jacarandoso compadreo? Urge un trabajo de campo sobre los perfiles que reciben tan deseado Don. Porque pareciera que el Don es un don que usan los ungidos a otros untados por la misma gracia. Aunque puestos a licencias literarias, me quedo con las doñas de Fernando de Rojas, de mala reputación y catadura pero, a mi gusto, muchísimo más interesantes.
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