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La lluvia en Sevilla

En el fondo del estanque

En Sevilla debiera haber un museo de objetos perdidos donde contemplar lo que el olvido nos lega

Jane Bowles estaba llorando, temblorosa, agarrada a su bolso, a la puerta del café Claridge, en Tánger, cuando se la encontró Emilio Sanz de Soto. "He perdido la llave de casa", le confesó Jane. "¿Dónde?", preguntó él. "Dentro del bolso". Emilio le ayudó a mirar dentro. Lo abrió y lo volcó. Cayeron: la llave, algo de dinero, un montón de lentejas, un espejo roto, un pajarillo muerto.

Es la segunda vez en poco tiempo que en los trabajos de rehabilitación y las catas arqueológicas del Alcázar hallan maravillas radicalmente poéticas. En abril de 2021, en una de las capillas, retoñó el esqueleto de una niñita del medievo que murió a los cinco años, y no pude dejar de imaginar sus huesos verdes de verdín, el pecho florecido, los botones de nácar del vestidito, sus zapatos de difunta. Fue como viajar en el tiempo para abrazar a los desconsolados padres. El vaciado que acaban de realizar del estaque de Mercurio me recuerda al bolso de Jane Bowles volcado sobre una mesa del Claridge. Los pecios que han emergido del fondo del estanque no son antiquísimos; tienen algo de ruina posmoderna: gafas como "para montar dos ópticas", audioguías, cámaras de fotos, teléfonos y hasta una Nintendo, según ha declarado un trabajador de la empresa encargada de la restauración.

No son objetos de valor ni, quizá, dignos de conservar. Sin embargo, me extasían. Las gafas que dormían bajo el agua me llevan al momento en que alguien, a lo Narciso, se asoma a su reflejo y, de la impresión, se les descuelgan las antiparras de la cara. Más impresión aún debió de ser verlas sumergirse entre las ovas. Y lo mismo con los móviles y las cámaras: "venga, un selfi, ponte ahí, ¡adiós, móvil!, tienes las manos de trapo, ya me dijo mi madre que no me casara contigo". Y al carajo también la audioguía. Y anda que el niño, mira que le dijimos que se dejara la Nintendo en el hostal… Momentos leves de vidas anónimas, divertidos (al menos vistos desde fuera) en los que un descuido, años después, pasa a formar parte de un curioso inventario de objetos perdidos. También me fascina eso de tantas gafas de distintas dioptrías mirándonos desde el fondo del estanque que miramos, todo a su vez bajo la atenta mirada de Mercurio, miembro de una Sevilla mitológica no suficientemente ponderada.

En París hay un museo de objetos perdidos. En Sevilla debiera haber otro donde poder contemplar lo que el olvido nos lega. A más asombroso es un sitio, mayor es su filón de extravíos. Hoy cuelga de mi oreja un zarcillo que brillaba entre la hierba de la orilla. Alguien, quizá en un besazo arrebatado bajo el sol de enero, perdiéndolo, me ha regalado la ocasión de imaginar otro fragmento de la vida.

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