¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

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Un jardín para Aquilino

Sería un acierto dedicarle un jardín en el que su fantasma pudiese asustar a novios, porretas y domadores de perros

Aquilino Duque, con sus perros en Viñamarina.

Aquilino Duque, con sus perros en Viñamarina. / DS

PARTE de los calores del pasado verano los alivié con la lectura de Jardines y paisajes (Renacimiento), una recopilación de artículos de Aquilino Duque sobre la cuestión. Por eso sentí especialmente no poder acudir a su presentación ante la sociedad sevillana el pasado miércoles. Por eso y porque el maestro de ceremonias era José Mateos, el hombre pegado a su sombrero, uno de esos especímenes bajoandaluces dotados de una extraña sensibilidad y hondura que convierten en agua fresca de pozo todo lo que roza.

Cualquiera que hubiese visitado alguna vez a Aquilino en su torre señorial de Viñamarina, refugio edénico de ese país arrasado que es el Aljarafe, sabía de su afición a la jardinería, algo que probablemente debiese a su viuda, Sally Crane, una auténtica apasionada y experta en el asunto, además de activista incansable en la defensa de los árboles de la ciudad cuando aún no estaban de moda. El amor a la naturaleza lo plasmó Aquilino en algunos de sus libros importantes, como El mito de Doñana o Guía natural de Andalucía. Sin embargo, el volumen que ahora tenemos entre manos es una obra absolutamente menor, compuesta por una gavilla de artículos escritos por el autor de El rey mago y su elefante para el boletín de la Asociación Sevillana de Amigos de los Jardines y del Paisaje, una suerte de club aristocrático que recorría Europa visitando parques y jardines con la misma devoción –aunque con mayor encanto y donaire– que otros persiguen al club de fútbol de sus amores. Pero el hecho de que el libro sea menor no significa que no asome por entre sus páginas el Aquilino más genuino, con sus latigazos de ironía, su punto deliberadamente esnob y sus verdades crudas. Para los aquilinistas adentrarse en la floresta de este Jardines y paisajes –que cuenta con las acuarelas de José Manuel Benítez Ariza– es un auténtico viaje a lo más querido del maestro.

La lectura de Jardines y paisajes nos recordó una vez más –y no nos cansaremos de repetirlo– que la Sevilla institucional tiene una deuda pendiente con el escritor. Deuda que aún es más miserable si contemplamos que viene motivada por una censura política y cultural. Ya que no quisieron ponerle el nombre del premio de novela que concede la ciudad, al menos podrían dedicarle un pequeño jardín en el que su fantasma pudiese asustar a novios furtivos, porretas aburridos y domadores de perros. Un jardín al estilo del que guarda la memoria de Manuel Ferrand allí donde Virgen de Luján desemboca en el Guadalquivir. Sería un bonito gesto municipal. Ya sé que eso de juguetear con el callejero de la ciudad es actividad propia de necios, pero la causa merece la pena.

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