Acción de gracias

El mar

"El mar, y nada más", escribió Cernuda. Estoy deseando reencontrarme con el niño que fui, con la felicidad de esa playa

No sé si les he contado que en una ocasión me casé con mi prima. Fue un matrimonio muy breve, y de haber seguido así, encadenando bodas, le habría echado un pulso a Elizabeth Taylor, pero por suerte la cosa se frenó en ese enlace. Ocurrió en el bloque en el que pasábamos los veranos, cuando éramos unos niños, y unas vecinas que estaban entrando en la adolescencia y por tanto andaban más informadas de la vida se divertían con nosotros, que éramos unos pánfilos, enseñándonos a besarnos como lo hacían los actores de las series. Un adulto nos pilló, ay, y decidimos que ya que ese amor se había hecho público había que formalizarlo: montamos una ceremonia en la que un amigo, que con los años se metería a sacerdote, ejercería de cura; a la novia le hicimos un velo que se adelantó décadas a la moda interesada en el reciclaje, en el que unimos envoltorios de esa golosina congelada que nosotros llamábamos flash pero cuyo nombre nunca supimos escribir. Los anillos, ya lo imaginan, los sacamos de latas de refrescos. Fue la boda más barata de la historia, todo lo necesario lo compramos en el quiosco, y menos mal, que con nuestras pagas semanales no podíamos permitirnos ningún dispendio.

Esa historia no es más que una anécdota, pero refleja todo lo que viví en aquella playa. El otro día, cuando fue el aniversario de la muerte de mi abuela, recordé una frase premonitoria que me dedicó allí cuando yo mostraba mis gustos de viejo y le pedía una sultana al pastelero, en vez de una palmera de chocolate como todo crío habría hecho: "Este niño es muy raro", dijo, y nadie ha podido rebatírselo hasta ahora. En esas vacaciones supe que las películas me salvarían, en esos cines de verano donde buscábamos la joya del Nilo, regresábamos al futuro o se nos multiplicaban y descontrolaban los Gremlins. Fue en la Playa de Regla en la que me perdí por primera vez y donde aprendí, en el desamparo de esa mañana, que yo necesitaba a los otros. Y allí también -qué desgracia que no me gustara el fútbol- perpetré mis primeros ripios: "Querido padre, / querido mar: / mi vida no tiene sentido / o yo no se lo puedo dar". Sí, tienen toda la razón, no hay nada más triste que un niño poeta.

En Chipiona, más tarde en Sanlúcar, yo encontré mi lugar en el mundo. Hace meses quise celebrar mi cumpleaños en la playa, pero justo los días previos se cerró la provincia por esta maldita pandemia. Unos amigos, Carmen y Salva, me grabaron un vídeo con una felicitación escrita en la orilla. Desde entonces, desde ese contacto simbólico, no he vuelto al litoral. Estoy deseando reencontrarme con el niño que fui, con la felicidad. "El mar, y nada más", como escribió Cernuda. Sé que cuando oiga de nuevo el vaivén de las olas va a caer alguna lágrima.

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