Te he visto por la calle muy desprotegía", me reprende con amor una amiga del barrio. Pásate por mi casa y te descuelgo desde el balcón una mascarilla con una guita. ¡Ay, la mascarilla! Se voló hasta un alero, para regocijo de quienes esperaban su turno a la puerta de la frutería, pues el frutero, que tiene hechuras de picaor, se subió a una escalera, y al pincharla con una vara, gritó: "¡La mascarilla!". Gran ovación. Ya en la cola de esa misma frutería, extraje el barbijo de la bolsa y opté por ponérmelo del revés, como todo el mundo. Con tal de no discutir. Si me lo ponía del derecho, enseguida la gente me iba a chistar, "Schissss, muchacha, ¡la mascarilla! La llevas puesta malamente". Hubo lumbreras que criticaron que Duque y Simón explicaran a los niños cómo ponerse una quirúrgica, pero gracias a eso supe que la mayoría nos estábamos colocando el haz como envés. Normal, somos netamente profanos en esto. Nuestras usanzas son otras, y cambiarlas lleva un tiempo. El barroquismo sevillano -que aún nos corre por las venas- será decadente pero no distópico, y mucho menos antiséptico. Así que vamos a darle tiempo al tiempo: no entendemos ni papa, estamos todos aprendiendo.

Por echar entretenida el rato en las colas, observo el florilegio de usos de la mascarilla y otras profilaxis. Están quienes se la retiran de la boca para darle una calada al cigarro, o incluso cuando van a estornudar; quienes la llevan de tiara -con el riesgo que conlleva el que, al volver a colocársela, esnifen caspa-, y quienes, cuando quieren contemplar algo de cerca, se la quitan, como si con ella no vieran bien. Me enternecen quienes se dejan la nariz fuera. Me han aconsejado unir dos y meter entre medias un salvaslip, hacérmela con la copa de un sostén y hasta con el papelón del pescaíto (mascarillas con retrogusto a adobo). El estilismo del pañuelo en la cabeza, gafas de bucear en alberca, mascarilla filtrante y una visera con un paravientos como el de las vespas, se está viendo mucho en mi calle esta temporada. Probablemente nos tengamos que acostumbrar a que la mascarilla sea parte habitual de nuestra indumentaria. Me malicio que los señores más decorosos y atildados de la ciudad serán rebeldes a la causa. No se ponen unas chanclas ni en su casa, se van a poner una mascarilla en plena calle. Como mucho una quirúrgica, si pueden complementarla con un fonendo a juego. ¿Y se han parado a pensar qué será de nosotros en junio? ¡Nos vamos a tener que despegar la mascarilla de la cara con una espátula! Por cierto, si me ven, no dejen de saludarme: soy la de las gafas empañadas, las manos escalfadas por los guantes y las botas de goma. Esa a la que el barrio de Triana le grita al verla pasar con el tapabocas del derecho -es decir, del revés-: "¡Vecina!, ¡la mascarilla!".

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