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Juan Ruesga Navarro

Los muros son para derribarlos

ESTA pasada noche ha sido el veinticinco aniversario del derribo del muro que separaba Berlín en dos partes. Tuve ocasión de visitar en un par de ocasiones el Berlín dividido. Cruzando una calle se notaba la anomalía histórica y social. En un lado, el desarrollo económico y la vida cosmopolita, en el otro, los museos fundamentales de la historia de Alemania y gran parte de su patrimonio arquitectónico. La vida seguía en ambos lados, bien es verdad que a diferente ritmo y velocidad. Mientras tanto, la ciudad se organizaba urbanísticamente como dos mitades que nunca se dieron la espalda del todo y que se buscaban hacia la puerta de Brandeburgo. La caída del muro fue un hecho histórico que desencadenó una serie de cambios que, como fichas de dominó, nos han traído hasta donde nos encontramos hoy. Y la capital berlinesa en el centro de todo. Una gran ciudad que, a partir del 9 de noviembre de 1989 y el tratado de Unificación  en 1990, los alemanes decidieron que fuera la capital de la nueva Alemania. Desde esa fecha se puso en marcha una gigantesca operación de transformación de la ciudad, apoyada en una inmensa reurbanización, y en una proyección internacional de la dimensión multicultural de la capital alemana. Berlín, a partir de ese momento aspiraba a ser la capital de Europa,  y de hecho lo ha conseguido, no sólo en lo económico, cuestión más que evidente en los últimos años de fuerte liderazgo de sus dirigentes, sino en lo cultural, con sus tres teatros de la ópera, ocho orquestas sinfónicas, ciento sesenta museos e innumerables teatros y múltiples e incontables iniciativas culturales y apoyo decidido a los creadores. Hoy en día Europa se interpreta desde esas latitudes del continente: Berlín, Bruselas, Estrasburgo, París. De norte a sur y Alemania en el centro. Eso es lo que hay.

En aquellos años de 1990, también en Sevilla se derribó un muro, mejor dicho una tapia, que cerraba las vías del tren y que ocultaba el río por la calle Torneo. Tras su demolición, se urbanizó el paseo del río y se vieron las numerosas grúas que trabajaban incansablemente al otro lado, en el llamado recinto de la Cartuja. La ciudad tuvo un gran impulso. Por un momento nos pareció que Sevilla se unía a la incansable actividad berlinesa. Pero fue un espejismo. Porque la Exposición terminó y el recinto siguió rodeado por una verja que lo aislaba. Para protegerlo decían. Desde el punto de vista urbanístico, inexplicable. Y aún sigue así, embridado en gran medida y contenidas sus opciones de convertirse en un barrio más de la ciudad a todos los efectos. Un barrio con todas las potencialidades, pero aislado, aunque hay que reconocer que ha mejorado en los últimos tiempos, al menos en lo que se refiere a los autobuses urbanos. Los puentes y pasarelas sobre el río siguen pendientes. 

Hace casi veinticinco años que se tiró la tapia de la calle Torneo. ¿Para cuándo vamos a dejar el suprimir las tapias y verjas de la Cartuja? ¿Para cuándo vamos a dejar hacer los puentes? ¿Cuándo derribaremos los muros invisibles que nos separan aún del barrio de la Cartuja?

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