¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

El artículo de Navidad

Lo importante –y aquí viene la moraleja– es que no olvidemos la profunda raíz que nos ancla a estos fríos días de diciembre  Las palmeras perdidas de República Argentina

Estampa navideña sevillana.

Estampa navideña sevillana. / DS

LLegadas las Pascuas brotan como setas (algunas tóxicas, otras exquisitas) los artículos de temática navideña en los periódicos de todo el ex orbe cristiano. La cosa es antigua y viene ya de Larra, padre del columnismo patrio. Los puntos de vista son los mismos un año tras otro, quizás para recordarnos la condición circular de todas las celebraciones basadas en los movimientos de los astros: el amargado que reniega del empalago de las fechas, el reñidor profesional que aprovecha la Navidad para echarnos alguna bronca, el ateo sentimental que se embelesa con la hermosura de la leyenda del Niño Dios, el teólogo que brama contra la descristianización, el paganizante muy leído que recuerda los antiguos cultos bárbaros del solsticio de invierno y las saturnales romanas, el globalista optimista que se coloca el jersey con renos, el hombre de bien que pide por la paz mundial, el nostálgico de una época en la que el PIB español era la mitad del actual... Todos disfrutan de la Navidad como pueden, unos agriando el carácter (que es una forma sibilina de placer) y otros mostrando una alegría bovina y campanera.

Servidor, en estas fechas, siente una especie de esquizofrenia, como en tantas cosas, que le obliga a celebrar la Navidad como un Jano Bifronte. Dos son mis caretas favoritas. La primera es la del juglar pastoril, cantor de las tradiciones navideñas patrias, un Juan del Encina resucitado que se complace de los dulces de manteca de cerdo y los corderos asados, los vinos recios y el fuego de troncos de carrasca, las noches del páramo y los villancicos tribales. La segunda careta, sin embargo, muestra mi cara más afrancesada, entre legitimista y jacobina, que gusta de los vinos de Champaña, de su oro pálido y chispeante, del untuoso foie acompañado de sauternes y pan bizcochado, de los venerables riojas –biznietos de los dioses bordeleses–, de sus quesos pestosos e invasores.

Si el mundo contemporáneo ha roto el yo en mil pedazos, ¿por qué no disfrutar de tal destrozo? ¿No supo Cunqueiro templar la dulce gaita de la aldea gallega al mismo tiempo que se deleitaba con las más refinadas volutas del XVIII francés? Podemos celebrar nuestras navidades poniéndole velas al Empecinado y Moratín, Goya y Daoiz, Agustina y Josefina. En resumen, que cada uno se las avíe como quiera o pueda. Lo importante –y aquí viene la moraleja– es que no olvidemos la profunda raíz que nos ancla a estos fríos días de diciembre, a un paisaje interior que, pese a la familia y el gentío, vivimos en la más estricta soledad. ¿A qué viene esta extraña mezcla de alegría y tristeza que nos embarga? ¿A qué esta ternura que no mata ni las megafonías de los centros comerciales? ¿A qué este querer ser bondadosos? Cualquier día de estos se rompe el cielo y surgen los ángeles con su trompetería: Gloria in excelsis Deo.

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