El lanzador de cuchillos

Tres nombres propios

Unzué acusó al Gobierno de bloquear la tramitación de la ley ELA y tiró de las orejas a la oposición

Koldo. A ver, lo raro era que el gobierno de un tipo que no dice la verdad ni al médico, que es capaz de pactar con asesinos, de amnistiar a golpistas, de sacar violadores a la calle y de vender a su madre a cambio del poder, no acabara metiendo la mano en la caja.

JUAN CARLOS. Sólo 5 diputados de los 350 que componen el Parlamento plurinacional de Armengol se dignaron a acudir al encuentro programado con los enfermos de ELA, que acabaron llamando a las puertas del Congreso, hartos de esperar que Mahoma encontrara un momento para ir a la montaña. Juan Carlos Unzué –qué coraje el del ex futbolista– les afeó la conducta: “No sabéis lo que les ha costado física y económicamente a muchos de mis compañeros venir a vuestra casa”. No tienen la menor idea, porque sus señorías están a sus cosas, que tienen poco que ver con las de quienes les pagan el sueldo, la tablet y el Plan de Pensiones. Unzué acusó al Gobierno de bloquear repetidamente la tramitación de la imprescindible ley ELA y tiró también de las orejas a la oposición por no haber presionado lo suficiente. “Lo que pedimos es que, antes de morir dignamente, nos den la posibilidad de vivir con dignidad”. Emocionante. Lo que jode es pensar que todo esto estaría ya resuelto si la ELA fuese pandémica entre los independentistas catalanes.

ALÍ. Suecia, espejo en el que se miran los que se sienten mejores que los demás. Un periodista de televisión pregunta a los pasantes si acogerían a refugiados en sus casas. Todos dicen que sí. “Por supuesto”, enfatizan los que tienen más pinta de progres. Entonces, el entrevistador les presenta a Alí, un inmigrante ficticio que hace acto de presencia y asegura tener necesidad inmediata de techo y comida. El discurso carmenista, de repente, se abascaliza. Me viene regular, ahora mismo es imposible, tendría que hablar con mi pareja y todo eso. Como enseña David Cerdá en su Ética para valientes, la superioridad moral es un baúl rebosante de valores que su poseedor abre para deslumbrar al prójimo. Pero ese despliegue de lenguaje melifluo está destinado a ocultar las propias intenciones porque los nuevos biempensantes se pasan por el aro de cebolla del Ikea la concreción fáctica de su verborrea moralista. Y cuando el bien mengua, sólo queda el buenismo. Hasta que llega un Alí y les cierra de golpe el baúl con una patada de realidad.

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