La tribuna

esperanza Oña Sevilla

El ocaso de un modelo

DESDE que en la civilización occidental comenzó esta crisis voraz que a todos afecta, nos hemos ido percatando de una evidencia incuestionable. No es como las demás, ni se comporta como ellas, ni se resolverá de forma similar. En mi humilde opinión, nos encontramos ante un fenómeno mucho más denso y extenso que se ve influido por aspectos muy diversos y de solución cada día más alejada si no se realiza el diagnóstico correcto.

Por eso, dejando un momento de lado mi ideología, que está bien definida, y situándonos en España, observamos que el escepticismo de la sociedad hacia el sistema y los cargos políticos, hacia las instituciones y sus representantes, aumenta peligrosamente. Es terreno fértil para salvadores iluminados que a lo largo de la historia siempre han causado sufrimiento, injusticias y muertes. Ello debería ser suficiente para que, sin demora, los dos partidos políticos que se alternan en el gobierno de España, y también los demás, fuesen conscientes de su responsabilidad histórica. No sólo en gestionar bien, sino en evitar que los inventos oportunistas irrumpan en escena.

Sin embargo, mucho me temo que las sensaciones que tienen los españoles no son la cordura o el rigor. Deben sentir cansancio y hartazgo, pero posiblemente también miedo ante lo imprevisto que pudiera suceder. El deterioro general tiene que terminar. Es urgente un viraje radical en los modos, en el fondo, en las prioridades. Es precisa la transparencia, la austeridad, la eliminación de prebendas, la ética pública, el funcionamiento de las instituciones, la verdadera Justicia, el final de las subvenciones interesadas para comprar voluntades, la persecución sin tregua de la corrupción a todos los niveles.

La sociedad al completo quiere todo lo anterior y seguro que no hay fisuras entre los partidos para considerarlo imprescindible, pero se ve que el convencimiento no basta para mejorar la situación. El motivo radica en que no modificamos nuestros hábitos y seguimos dedicándonos, unos más que otros, a utilizar las transformaciones necesarias como arma arrojadiza. Así no se alcanzarán modelos saneados, permaneceremos en la espiral del descrédito empeorando una enfermedad que requiere tratamiento de emergencia.

No sé qué es antes, si el huevo o la gallina, pero no es el azar el que nos ha abierto tantos frentes en los pilares de nuestra convivencia. La monarquía se ve trastocada y perjudicada por los negocios presuntamente irregulares del yerno del Rey. Es una pena porque, en honor a la verdad, don Juan Carlos se había ganado el afecto y respeto de la mayoría de la población sin diferencias entre monárquicos y republicanos. Los partidos políticos se han situado por su propia rutina en el centro de la diana en la que todos los tiradores desean acertar. Los sindicatos han bebido tanto de la sopa boba que no saben mantenerse sin los recursos de siempre. Por su servilismo y falta de independencia, se han convertido en una carga costosa para el erario público no aportando equilibrio ni utilidad.

El Gobierno catalán presenta su desafío separatista para alimentar un victimismo generador de odio intentando salvar con esa frivolidad una legislatura fracasada. A su alrededor, políticos tibios y cobardes giran como satélites acompasándose cómodamente con el ritmo de la independencia. Y por si fuera poco, el fiscal jefe del Tribunal Superior de Cataluña ha sido embrujado por la tendencia imperante contribuyendo con sus palabras a cuestionar más a la Justicia y a la Nación. Se olvida de su función en representación del Estado, sujeta al principio de unidad de actuación, con dependencia jerárquica clara, y ha preferido tomar parte en sentido contrario.

La corrupción invade los distintos espacios colándose por cualquier ranura, destrozando el trabajo de años y el esfuerzo infinito. No comparto que todos los políticos seamos corruptos, ni mucho menos. Opino justo lo contrario. Creo, por mi experiencia, que la inmensa mayoría nos comportamos con absoluta honradez. Sin embargo, eso no quita ni un ápice a mi convencimiento de que ante esa carcoma profunda debemos ser implacables. Sin disimulo ni comprensión y no me parece que la sociedad perciba que es ése nuestro objetivo.

Hasta el Papa se ha rendido admitiendo su incapacidad de combatir ambiciones personales. Son muchos los indicios que me hacen pensar que no nos enfrentamos sólo a una crisis, sino a un fin de ciclo o incluso, de alguna manera, al fin de la civilización occidental. Cayó el imperio romano y muchos otros imperios también desaparecieron. Si no lo remediamos, puede que pasemos a la historia mientras contemplamos cómo nuestro modelo de libertades, progreso y bienestar se fagocita a sí mismo, en todo occidente, incapaz de mantenerse.

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