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Eduardo / osborne

No es país para héroes

PASÓ el verano sangriento, que diría Hemingway, pero todavía resuenan las cansinas polémicas sobre la procedencia de las corridas de toros y demás espectáculos taurinos, con sus fiestas populares que incluyen juegos con el toro. Este año además ha sido especialmente accidentado, y tampoco han faltado los variopintos personajes, algunos cortitos de ropa y largos de desahogo, que piden desaforados la abolición de estas prácticas que consideran crueles y retrógradas. Nada nuevo bajo el inclemente sol de nuestra piel de toro.

Y frente a las voces abolicionistas surgen prestos, como salvadores de alguna patria, los defensores de la fiesta. Y lo hacen con su mejor intención, vehementes, circulando por la red artículos y consignas, utilizando argumentos también repetidos, como el de la libertad. A mí no me tienen que convencer, pues como he escrito alguna vez soy aficionado y he sido muchos años abonado de la plaza de toros de Sevilla, pero a veces me pregunto si estas posiciones sirven realmente para algo, si no es la creciente falta de afición la mejor aliada de los ataques, si no habita el verdadero enemigo de la fiesta dentro de ella.

Para mí, más que de libertad, la fiesta es una cuestión de ética. La ética del matador de toros. La de quien ayudado sólo de un trapo lo ofrece al animal para que éste lo embista, y a continuación lo desplaza suavemente logrando el milagro de que el negro toro lo siga engañado en el señuelo. La del que todavía herido por un percance reciente acude a su cita con el destino, viviendo, como dijo el poeta, en la ribera de la muerte. La de la angustiosa soledad de los hoteles. La del que, retirado plácidamente en su casa con su mujer y sus hijos, vuelve a torear por un día para conmemorar una efeméride familiar.

Ese sentido honesto, ético de la vida, del deber, ese sentido casi sacrificial del rito, es lo que hace de la fiesta un espectáculo excepcional. Es el que me atrapó a mí cuando, de pura casualidad, fui con mi padre a ver mi primera corrida de toros, precisamente de Miura. Y sospecho que esto mismo es lo que ha acercado a tantos intelectuales de diferentes ideologías. Pero, ¿cabe esta ética en este mundo innoble, global y disparatado? Mucho me temo que no. No se impacienten por tanto los anti y déjennos mientras perseguir a nuestros mitos, que el tiempo corre de su parte. Definitivamente, éste no es país para héroes.

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