cÉSAR ROMERO

Escritor

Una palpable fragilidad

Nadie encarna un drama íntimo, la extrañeza del vivir, con su mera presencia como Clift

Quien tiene hijos menores de edad sabe que quizá no haya mayor brecha generacional que el cine en blanco y negro. Ven un fotograma en blanco y negro y en el acto desconectan. Que lo descubran por sí mismos, se dice uno mientras se recuerda con esas edades viendo las películas que pasaba la televisión entonces única, en sus dos canales. La cultura cinematográfica de un español cincuentón medio es apabullante gracias a aquella tele tan antigua en su falta de color, tan moderna en sus contenidos (nada más moderno que la verdadera, no necesariamente alta, cultura, nada más antiguo que la chabacanería, que Julián Marías define como "vulgaridad satisfecha de sí misma").

De aquellas tardes de sábado o noches de viernes, y pocos días más de la semana, repanchingado en un baqueteado tresillo frente al televisor, al amparo de la familia y con los oídos alerta por si una ambulancia atravesaba, urgente, el silencio de la avenida del doctor Fedriani camino del cercano Policlínico (los hospitales no tenían aún nombres de vírgenes), queda el recuerdo de muchas cintas, y retazos de otras, escenas sueltas, imágenes perdurables de películas de la época dorada. Una de las que no deja de volver es la de un cura caminando por una calle nocturna y silenciosa, junto a un muro que parece resguardo y a la vez amenaza, un cura que huye de alguien, o de algo, y cuyo rostro revela todo el peso del miedo, del pánico, y también el de algo inconfesable, nunca mejor dicho. Ese cura es Montgomery Clift; la película, Yo confieso.

Probablemente no haya habido un actor que encarne mejor la fragilidad, la indefensión, la constitutiva debilidad del ser humano que Clift. Si somos esos juncos de los que hablaba Pascal, flexibles y enraizados a la vez, contemplando las interpretaciones de este actor que este octubre cumpliría cien años (nació exactamente el mismo día que Miguel Delibes, paradoja del calendario para quienes aún crean en horóscopos) uno piensa que el junco acaba quebrándose, que no puede resistir. Y no ocurre sólo en las películas posteriores al accidente de tráfico que desfiguró su rostro y aceleró su decadencia y autodestrucción hasta morir con cuarenta y cinco años, sucede en todas. Hay una sensación de desamparo en su gesto, algo que conmueve al espectador, no porque asista a un dolor manifiesto, palpable, sino más bien porque intuye el profundo sufrimiento íntimo que arrastra, la amargura callada que guarda para sí y que su mirada es incapaz de ocultar. Eso lo vuelve aún más frágil ante nuestros ojos: no interpreta indefensión, es así. Hay actores que saben ponerle cara al drama, desde Tracy hasta Spacey, pero nadie encarna un drama íntimo, la extrañeza del vivir, con su mera presencia como Clift. Quizá al niño que veía aquellas películas le sorprendiera tanta fragilidad en un adulto; quizá el adulto se sorprenda ya menos porque el desamparo y la intemperie de esa mirada lo han acompañado, y abrigado, desde entonces.

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