La lluvia en Sevilla

Los paraguas de Sevilla

Lo peor de la torpeza hispalense con el paraguas no está en llevarlo abierto, sino cerradoNadie está obligado a actuar mal, luego todos somos responsables de nuestros actos

Me lanzo a este charco, el de los paraguas en Sevilla, después de reprocharle a Luis Sánchez-Moliní que abordara este asunto el otro día de manera inmejorable y sin mi consentimiento. Los asuntos metasevillanos, como la fascinante pervivencia del bambito, la sustitución –en hogares a la última– de la mesa camilla con copita por mantas (que dan a sus habitantes pinta de rescatados de un naufragio), el frío de nuestros cuartos de baño o la falta de destreza con el paraguas, debiéramos sortearlos en consejo de redacción. En el caso paragüil, mi columna de los viernes, por intitularse La lluvia en Sevilla, ha de tener preferencia para abordarlo.

Nuestra incapacidad para el manejo del paraguas es definitiva. Lo pienso mientras busco en el armario ropa seca para una amiga, que ha venido a verme en pleno aguacero y se está desnudando en el descansillo. ¡Y llevaba paraguas! Abro el mío a los primeros gotorrones y he de darle, muy a mi pesar, la razón a Sánchez-Moliní: no me pertenece. Pero estoy segura de que su legítimo propietario tampoco era su legítimo propietario. Otrosí, tiene una varilla rota. Lo peor del poco ardid hispalense con el paraguas no es cuando lo abrimos –pulsando el botón que lo dispara violentamente o la presilla, más pacífica– sino cuando vamos por las calles con el adminículo cerrado. En calles estrechas y aceras aún más, donde nos entorpecemos el paso, nos paramos en seco o hacemos las revueltas con giros castrenses, he estado a punto de quedar ensartada por la punta del paraguas que la gente se encaloma bajo el brazo a modo de lanza de justa medieval. En esto de los paraguas y Sevilla hay que conjugar diversas variables: la falta de pericia vinculada a la falta de costumbre, el trazado urbanístico colmado de angosturas, tantísimo mobiliario de bar apalancado en las aceras, la tendencia a andar con sprezzatura (es decir, tan flamencos), la inclemencia de los puentes y la manera monzónica en la que aquí llueve, lo poco que llueve.

A lo que sí rechisto a mi colega es a eso de que el sevillano común afana paraguas. Más bien los olvidamos y nos entregamos a una especie de justicia divina y poética, según la cual el paraguas perdido valdrá para otro del mismo modo que el que acabamos de encontrar en el taxi nos va a servir a nosotros. Lo mismo que pensamos que en Sevilla hay 17 mecheros que vamos olvidando sucesivamente en otras manos y dan fuego a todos los pitillos de la ciudad, así los paraguas hispalenses se crean y se destruyen en una armonía sólo interrumpida por lo malamente que los portamos. Viva el british y divino chubasquero que ponen a las vírgenes y cristos sevillanos en las procesiones. Quiera dios que se imponga en humanos.

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