La prima Vera

Saber que el calendario fluye cual Eclesiastés de los días sin prisa nos da no sé si la felicidad, pero sí alguna pista

Cuando se frisa ya el medio siglo, uno comprende ciertas cosas que antes le parecían truculentas o cosa de agoreros. Pero el tiempo ceniciento nos va cercando de a poco, al asalto del pobre bastión. Entre otras cosas, uno empieza a comprender que la vida iba en serio, como dice el socorrido poema de Gil de Biedma. Y también empieza uno a entender que los cambios de estación no se corresponden necesariamente con las estaciones del tiempo interior.

Ya es primavera (la prima Vera, como la llamaba el recordado Julio Martínez Velasco). Cofrades y no cofrades empiezan a mirar al cielo con aprensión. Siempre me acuerdo del amigo malicioso que decía que el azahar es la caspa de Sevilla. Puede que sea verdad o no. Pero uno prefiere pensar en lo escatológico del asunto. Quiero decir que el azahar, si obviamos a los temibles pregoneros, nos da consuelo, certidumbre y franca alegría. No es poco. Se dice en el Eclesiastés que "todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo". ¿Ven? Estas cosas se aprenden cuando uno percibe el doblez del tiempo y acierta a descifrar lo que va de la luz a la fría sombra, lo que distingue el asa que sirve en cada cosa, como dice Epícteto, del asa que no sirve. Saber que el calendario fluye cual Eclesiastés de los días sin prisa nos da no sé si la felicidad, pero sí alguna pista.

Escatología aparte (y disculpen el volantazo), la Aemet en Andalucía, según su portavoz Juan de Dios Del Pino, vaticina una primavera más cálida y húmeda de lo habitual. Parece ser que abril, en oposición al seco marzo, podría ser lluvioso. Del Pino vuelve a repetir lo que uno ha oído siempre desde niño. La prima Vera tiene un carácter inestable y es inútil hacer predicciones con más de diez días de antelación. Ni arcaicas cabañuelas, pues, ni modelos meteorológicos de inteligencia artificial (dicen que DeepMind predice la lluvia con dos horas de antelación).

Es cierto que el cambio climático está obrando un nuevo ciclo, ajeno al flujo de las mareas, a la conjunción de las lunas. Ahora decimos que no hay ya apenas transición entre la ropa de abrigo y el calor. Aunque sea cierto, también lo es que en primavera, sea efímera o no, los cielos alcanzan su punto de azul índigo, el sol brilla como una señal de misericordia, y cuando llueve, el agua que cae empapa la tierra pródiga para que podamos oler el paso del tiempo. Decía el viejo Cézanne, en su retiro de la Provenza, que los colores son la carne resplandeciente de las ideas y de Dios. Aunque nos haga casposos, la primavera -o lo que de ella quede- nos trae la dicha o, al menos, su recuerdo.

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