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La red rota

Escribir sobre lo humano se asemeja a querer encerrar un mar inabarcable en un modesto agujero en la arena

Hay una escena especialmente emocionante en Las horas, la novela de Michael Cunningham, también en la adaptación al cine que dirigió Stephen Daldry, en la que dos viejos amigos conversan. Él, Richard, maravilloso Ed Harris, es un poeta enfermo de sida que en esa jornada va a recibir un premio honorífico; ella, Clarissa, la estupenda Meryl Streep, es una editora que visita con frecuencia a su amigo, le lleva flores y comprueba que come, y que tiene pensado celebrar esa tarde una fiesta con motivo del galardón que le otorgan al que ha sido un compañero fiel a lo largo de las décadas. Esa mañana, Richard, que en ocasiones sufre delirios por la medicación, conserva sin embargo la lucidez para reflexionar sobre la añoranza con la que volvemos al pasado, sobre el sentimiento de derrota al que conduce toda ambición. Recuerda unos días que pasaron él y Clarissa en la playa, cuando eran jóvenes e invencibles, un beso que se dieron entonces, y concluye con amargura, impactado con la nitidez de aquella evocación, que él ha fracasado en su empeño de contar el mundo. "Quería escribir de todo lo que pasa en un momento", le dice. Las horas. Los días. La vida. Pero, ¿cómo puede la palabra, sugiere ese hombre, reflejar la intensidad de las hebras de luz que atraviesan el cielo, la sensación engañosa que albergan esos muchachos que se creen infalibles?

Me acordé de esa secuencia esta semana, cuando una amiga me dijo que los periodistas deberíamos desviar más a menudo la atención del bronco debate político y sus controversias y captar más la vida, que los periódicos deberían detenerse más en el latido de las calles que en el estruendo del Congreso. Me enorgullecí de estar en sintonía -mi amiga es muy inteligente-, pero al instante pensé en el desencanto del personaje de Las horas: escribir sobre lo humano, lo que nos es cercano y al mismo tiempo extraño, se asemeja a esa tarea imposible a la que se entregaba aquel niño, en diálogo con San Agustín, que pretendía encerrar el mar en un agujero en la arena. Qué débil se revela el lenguaje frente a la fuerza de un rostro que ha vivido o frente a los secretos que todo corazón oculta a los demás y a veces a sí mismo. Sólo los genios -como Zweig, qué piedad y grandeza desprenden sus textos, recogidos ahora por Páginas de Espuma- pueden adentrarse en ese misterio y conquistar en esa travesía la claridad y la emoción. Los demás caminaremos a tientas, con torpeza, sabiendo que las horas y los días se nos escaparán entre los dedos, que el verbo es una red rota que pesca un género humilde, pero deslumbrados también por esa mañana memorable en una playa, o cualquier otra escena que nos manifieste el lujo que es vivir, y que un día evocaremos conmovidos.

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