El sueño de Grecia: VII. El dios Pan

Pese a su defensa de la austeridad primigenia, H cultiva una suerte de dandismo desharrapado de filiación decadentista. Ha asumido la divisa del arte inútil y se reconoce conmovido en las desventuras de los malditos, a los que de algún modo emula cuando contempla la decepcionante posibilidad de los sueños inducidos. El camino del exceso no conduce al palacio de la sabiduría. Echado a la malandanza, la mitificada vida en el arroyo se le revela como una cosa tristísima. La fortuna lo ha abandonado y H siente, más perdido que nunca, el abrazo helador de la intemperie.

Definitivamente infectado por el virus retromodernista, H amaba los parques en los que percibía el eco amortiguado de la naturaleza agreste, reducida a mínimas reservas que se convertían, para el hastiado de la vida urbana, en hospitalarias ínsulas donde el verde se ofrecía como una terapia sanadora. El más renombrado de la ciudad había sido un lugar bullicioso –de niño llegó a conocer lo que quedaba del zoo, un puñado de jaulas amontonadas en las que los pobres monos se entregaban furiosamente al onanismo, visión lamentable y a la vez aleccionadora que impresionaba mucho a los pequeños visitantes– pero ahora, como en una estampa verlainiana, los setos se mostraban descuidados, las fuentes estaban secas y el jardín languidecía. Unos pocos patos encanallados vivaqueaban entre la maleza. Apenas se cruzaba con nadie cuando paseaba por los caminos o se perdía entre las glorietas, amansado por el rítmico movimiento de los árboles centenarios. Grupos de jóvenes licenciosos se reunían para pasar la noche, entregados a la liturgia del cáñamo amarillo. Se contaba de plantaciones de hongos alucinógenos. Alguna vez sorprendió H, sin saber hasta qué punto veía lo que estaba viendo, a ménades de largas faldas que danzaban extasiadas.

La aparición del errante Dioniso y su séquito de mujeres enloquecidas, a un tiempo terrorífica y fascinadora, lo asaltaba con frecuencia, evocando ese sustrato salvaje que databa de una edad indatable y había pervivido, aunque soterrado, en mitos que perturbaban a los propios griegos y alejaban los orígenes de su cultura de la idea de racionalidad que alumbró el orden clásico. H se pasaba tardes enteras, a la salida de las clases o también a las mismas horas, recorriendo los ya familiares espacios de un entorno en el que era fácil abstraerse de todo. Su madre le había contado cómo los jóvenes de su generación iban al baile en la plaza vecina, donde todavía colgaban, como en una verbena de pueblo, las hileras de grandes bombillas. Justo enfrente la estatua mutilada de Pan, confinada a un extremo del recinto, se había convertido en un destino de peregrinación ritual. El sol se ponía al otro lado y H se quedaba mirándola durante horas, hasta que dejaba de ser visible pero no de hacer notar, semioculta entre las sombras, su presencia afantasmada.

Decían que el hecho de que los griegos explicitaran el sustantivo dios cuando mencionaban a Pan sugería una cierta desconfianza acerca de su cualidad divina, no en vano a veces se lo catalogaba como semidiós y constaba que entre los olímpicos había sido objeto de diversión o de mofa. Ya en la Antigüedad se anunció que había muerto y de alguna manera el diosecillo medio cómico que trasteaba en las bienaventuradas selvas de Arcadia, famoso por su incontenible rijosidad o sus repentinos ataques de furia, había pasado a encarnar el espíritu de la naturaleza animada y la imagen misma del paganismo.

Mientras observaba el trajín de los mirlos podía escuchar, venido de no se sabía dónde, el sonido de los crótalos y los címbalos y las estruendosas risas de los sátiros, que se confundían con las más ingenuas de los niños o se sumaban a ellas alegremente. H recordaba un endecasílabo suelto que se repetía como un mantra, músicas voces recorren los campos, asociado a otros que no habían pasado de borradores y hablaban de las criaturas del bosque y de sus juegos o devaneos. Muchas de las voces se habían conservado y podían ser entonadas con una cadencia similar a la que fijaron los primeros recitadores, ceñida a patrones métricos predeterminados e igualmente reproducibles. Los instrumentos y sus nombres eran también conocidos, pero de las antiguas melodías sólo cabía hacerse una idea aproximada. Casi se oían en las cerámicas o en el Idilio de Leighton, donde el tañedor de la flauta y las muchachas de ojos entrecerrados se fundían con los colores cálidos de un atardecer sin tiempo.

Tenía presente la sentencia de Hölderlin, el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, atribuida a su Hiperión en aquel libro hipnótico que había leído varias veces, pero eran los mendigos o los locos, como el propio Hölderlin, los que parecían ensoñados. Y pensar y soñar eran ya para H la misma cosa. La experiencia trágica del exilio, que no de otra forma podía calificar la separación o la orfandad de todo lo bello y bueno, no debía traducirse en desistimiento. La catarsis vendría no a partir de la contemplación, como en las representaciones teatrales, tampoco del mero placer estético o menos aún del cultivo rutinario de la ebriedad, sino de una honda comprensión –en carne propia, pero no ajena a la carne ajena– de la necesidad de igualar con la vida el pensamiento. Entendía ahora que desertar de la realidad no era una posibilidad real y ahí estaba el gran dios Pan, bien vivo después de muerto, para recordarle que las energías elementales se hallaban por cualquier parte. Llovía y el sagrado olor de la tierra mojada le inspiraba lágrimas de gratitud. La noche más negra de todas las noches negras lo acogía en su seno como una madre nutricia. No existió el paraíso ni si lo hubo importaba, pero Grecia era la luz y el mundo seguía a oscuras.

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