Relatos de verano

Mercedes Abad

La tía Gloria (VI)

LA construcción de nuestro colosal castillo (que, contra todo pronóstico, no fue destruido hasta tres días después de que Irina y yo lo erigiéramos) marcó el principio de una extraña amistad entre la sobrina de Gloria y yo. Una mañana en que ella y su tía se habían quedado a dormir en la playa después de quedarse en nuestra casa hasta bien entrada la madrugada (si mal no recuerdo era la noche de San Lorenzo y Gloria, con una melopea considerable, rechazó nuestra sugerencia de ponerles un colchón en la sala para que durmieran allí porque quería dormirse contando estrellas fugaces), me encontré a la niña en el embarcadero donde en aquel momento Picosa sacaba los pescados de las redes. Por lo visto Gloria dormía todavía y la niña no tenía más ocupaciones que observar al pescador. Lo que me sorprendió es que la cría hacía esbozos de la escena en una libreta que le quité de las manos y estudié durante un rato mientras ella se estremecía en silencio a mi lado. Huraña y tímida como era, supuse que a cualquier persona que no fuera yo le habría arrancado la libreta de las manos y habría huido de allí.

-No están mal estos dibujos. Aquí has captado la expresión, aunque falla un poco la proporción entre la cabeza y el cuerpo. Podría darte clases si a ti te apeteciera.

Una sonrisa iluminó el semblante de la niña, que asintió con la cabeza y se relajó visiblemente. Fue entonces cuando Picosa, que seguía sacando sus capturas de las redes con la expresión taciturna que tan bien había sabido plasmar la cría, tiró un pez al mar. Irina se volvió hacia él en el preciso instante en que el pescador tiraba un segundo pez.

-¿Por qué hace eso? -me preguntó en un susurro.

-¿Por qué tira usted al mar esos peces? -pregunté yo a mi vez levantando la voz.

Picosa se encogió de hombros y, tras apretar los labios y soltar un soplido, nos explicó que eran peces que no servían ni para hacer sopa con ellos.

-Son indignos -fue la asombrosa sentencia tras la que el hombre volvió a hundirse en su silencio habitual.

-Indignos -repitió Irina pensativa y con lo que me pareció un melancólico acento, aunque no puedo jurar que su melancolía no fuera un invento mío.

A partir de aquel día, en cualquier caso, empecé a impartir lecciones de dibujo a Irina (a quien para mis adentros llamaba la pequeña Ira). Enseguida quedó claro que tenía aptitudes: no sólo absorbía rápidamente las indicaciones que yo le daba, sino que estaba dispuesta a repetir los dibujos cuantas veces fuera necesario hasta que salían bien. Una de esas tardes en que los dos dibujábamos, solos y tranquilos, bajo la fresca sombra de una de las múltiples parras que ofrecía la casa, Irina vino a sentarse junto a mí, dejando de lado su dibujo.

-¿Puedo contarte un secreto?

-Sí, claro. Me encantan los secretos.

-¿Y no se lo dirás a nadie?

-Si tú me lo pides, mantendré la boca cerrada.

-Te lo pido.

Sólo después de mirar en derredor suyo y de cerciorarse de que nadie podía oírnos, se atrevió a decirme con un hilillo de voz:

-¿Sabes que Gloria en realidad no es mi tía?

-¿Ah no? -pregunté yo luchando por no dejar traslucir mi estupefacción.

-En realidad es mi madre. Pero se empeña en que juguemos a fingir que somos tía y sobrina y se inventa todo el rollo de que mis padres murieron en un accidente de tráfico cuando yo era casi un bebé. Y si la llamo sólo Gloria en lugar de tía Gloria ni siquiera me contesta.

La sangre volvió a hervirme en las venas y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para que aquella niña, que era inteligente y perspicaz, no me lo notara.

Pero cuando, poco después, volví a ver a Gloria, un invencible deseo de enfrentarme con ella me impulsó a arrastrarla, escaleras arriba, hacia un sombrío cuartucho, situado en una especie de torreón, donde yo había instalado mis utensilios de pintura y nadie entraba jamás. Sólo cuando cerré la puerta tras de mí, logró ella zafarse.

-Qué violencia -dijo entreabriendo la boca de la forma más sexy y soltándose el pelo que llevaba recogido con su sempiterno lápiz-. No imaginaba que pudieras ser tan vehemente.

Traté de mirarla con la mayor frialdad mientras ella, que obviamente había malentendido mis intenciones, avanzaba muy despacio hacia mí y, tratando de seducirme, se despojaba de la ancha camisa blanca y de la parte de arriba del biquini. No era, tal y como Betty y las otras repetían sin cesar, una mujer tan guapa, pero en movimiento resultaba de un irresistible atractivo. Imprimió un grácil contoneo a las caderas mientras sacudía de un lado a otro la cabeza y hacía ondear la rubia melena con una sonrisa resplandeciente y una mirada que parecía contener toda la luz y la vivacidad del mundo. Honestamente, no sé qué habría ocurrido allí si la puerta del cuartucho no se hubiera abierto de pronto y Betty no hubiera aparecido con una expresión de desconcierto primero y de furia después. Yo, desde luego, eché a correr detrás de ella después de su portazo.

-No ha pasado nada; no es lo que crees -me oí decir a mí mismo como miles de veces se han oído decir a sí mismos millares de maridos o de compañeros o de amantes. Y no me hizo falta ver la expresión de Betty para saber que aquello no tenía buena pinta.

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