Acción de gracias

Los tibios

Asusta ver tanta gente al borde de la combustión: el amor por los extremos se ha vuelto una forma de estar en el mundo

Empezaré admitiendo que no poseo el don de la mesura. Diría que tiendo a un carácter apacible, una suerte de marea baja, pero cuando se me nubla el pensamiento puede desatarse dentro de mí una verdadera tormenta, un tsunami. Mis estados de ánimo no saben de los grises: oscilan, como un péndulo sin interés en detenerse en el centro, de la alegría y el éxtasis a la tristeza y el abatimiento. Tampoco conozco el equilibrio en otras esferas de la vida. No soy de los que logran frenar sus apetitos, los que se contentan con una onza de chocolate, una sola copa de vino, un trozo de esto y el resto lo guardamos. En las finanzas tampoco me caractericé por la prudencia. Cuando tuve dinero, acabé gastándolo: planifiqué algún viaje, me concedí algún capricho, en vez de la hormiga del cuento fui una cigarra confiada, que se decía eso de que Dios ya proveerá. Pertenezco, en fin, a la familia de los exaltados, los ansiosos, los temerarios, los que no sabemos vivir si no es en medio del fuego.

No puedo, por tanto, tirar la primera piedra, pero tal vez por mi condición de pirómano -no se alarmen, que es una metáfora- puedo reconocer a tanta gente que ahora anda al filo de la combustión: hemos hecho de esa querencia por los extremos una forma de estar en el mundo. Ahí tienen lo que ocurrió con No mires arriba, la película de la que todos hablaban estas navidades, y siempre de manera acalorada. Para unos era una obra maestra, para otros una tremenda basura, las dos posturas eran defendidas con vehemencia, y los que creíamos que aquel filme tenía sus virtudes y sus defectos nos callábamos, como si plantear matices a un debate fuera algo parecido al delirio. Y mejor no hablemos del Betis-Sevilla de los octavos de la Copa del Rey: un energúmeno arroja un palo a un jugador y nosotros -y por fortuna nos limitamos a las redes sociales- nos lanzamos a darnos garrotazos. Son apenas dos episodios de una larga temporada a la que no le faltan capítulos de tensión -y uno de ellos, ay, estaría ambientado en una macrogranja-.

Sé que los tibios, desde los tiempos de la Biblia, han tenido muy mala prensa, pero hoy necesitaríamos a personas que no hablen con el verbo incendiario, la voluntad de inflamarse. Los centrados, los sensatos. Se echa en falta esa mirada sosegada, elegante, que defienda sus convicciones pero entienda que el adversario tiene sus motivos para pensar así, sus argumentos, tan válidos como los suyos. Es un momento difícil, en el que al debate se han sumado voces peligrosas cuyo mensaje hay que cuestionar, pero tal vez no haya mayor lección de democracia, frente a aquellos que quieren boicotear sus conquistas, que defender la palabra serena, la mesura, un intercambio de ideas lejos de la exaltación.

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