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José Aguilar

Lo nuestro, ni tocarlo

SIETE gobiernos autonómicos han aceptado el ofrecimiento del Gobierno de la nación de integrar sus oficinas en el extranjero dentro de las representaciones estatales, sean misiones diplomáticas o sedes económicas y comerciales. Los restantes gobiernos autonómicos, que son más de siete, se resisten.

La oferta del Gobierno está puesta en razón, y más en tiempos de obligada austeridad. Partiendo de la base de que embajadas y consulados tienen la obligación de defender allá donde estén los intereses de España en su conjunto, no se entiende por qué las comunidades autónomas que forman parte de España necesitan cada una su propia "embajada" para la defensa de sus intereses específicos. Podría aceptarse alguna excepción -pienso en Bruselas, tal vez-, pero la norma general debería ser la otra.

La duplicidad que se ha ido produciendo obedece a un prurito de mimesis de las autonomías con respecto al Estado, reproduciendo a escala todas sus estructuras desde la premisa de que de esta forma adquieren mayor rango. También influye el efecto imitación: la primera comunidad que inauguró sedes y "embajadores" en el exterior ha llevado a las otras a no ser menos. Sería tanto como devaluarse.

El tipo de resistencia que la mayoría de los gobiernos regionales están ejerciendo en este asunto es semejante al que la mayoría de los alcaldes han presentado ante el proyecto de reforma local que promovía la concentración de municipios, la reducción del número de concejales y la homologación a la baja de los sueldos de los ediles. Hasta tal punto que Rajoy ha aceptado aparcar el proyecto.

Mal que bien, las distintas administraciones han asumido las políticas de control del déficit público, imponiendo los recortes de todos conocidos a la ciudadanía toda (en distinta proporción según los grupos sociales, eso sí). No obstante, se muestran más reacias a administrar la medicina de la sobriedad en el gasto cuando les afecta directamente a ellas. Hay una gran distancia cuantitativa y cualitativa entre los rigores aplicados a pensionistas, contribuyentes, dependientes, asalariados, estudiantes y pacientes de la Seguridad Social, y los tímidos ajustes en la Administración central, autonómica o municipal, los cientos de organismos de utilidad dudosa -de algunos se podría prescindir en esta coyuntura, otros no deberían haberse creado nunca-, las televisiones elefantiásicas y la inflada nómina de empleados en entes, empresas públicas, consejos, fundaciones, observatorios y demás.

Es la triste verdad: a los ciudadanos los están dejando en los huesos mientras que a los gobernantes les cuesta Dios y ayuda eliminar algo de grasa de los aparatos con que despliegan su poder.

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