La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Demasiados niñatos en la política
Por ir poniendo a remojar las propias barbas, me informo de lo que están padeciendo los vecinos de Madrid y Valencia: el disco-tour turístico silencioso. Consiste en que una patulea de turistas, con unos auriculares sincronizados, recorren el centro de la ciudad haciendo el baile que marcan unos guías. Se trata –dice el vídeo promocional– de “una experiencia inmersiva por el centro de la ciudad”. Inmersiva en qué, pregunto. Si los participantes son capaces de apreciar los arbotantes de la Catedral mientras perrean hasta el suelo es que yo pertenezco a otra especie humana. Inferior, por supuesto. Esto es lo que tarde o temprano se nos viene encima, si nadie lo impide, procesiones de turistas pegando chancletazos al hacer la conga. Yuju.
Reza el titular de la noticia que lo cuenta: “Hacer turismo bailando, la nueva moda que alimenta la turismofobia”. Puede inferirse que, para el redactor, el problema no está –no tanto– en que los vecinos tengan andar por la calle esquivando un brote de coreomanía no visto desde la Edad Media; sino en la turismofobia, en esta tirria que, no se sabe por qué, ciertos malvados habitantes de las ciudades hermosas les tienen a esos pobres turistas que no hacen ningún daño, sino que vienen aquí a darnos su dinero. Además, todos –usted también– somos turistas.
Pocos términos hay más perversos que el de “turismofobia”. Por eso quizá se emplea tanto y tan interesadamente. La palabra equipara a quien es refractario a un modelo turístico salvaje, que practica la autofagia y depreda las ciudades, con quienes practican la xenofobia. Seguro que alguna vez han escuchado decir que la turismofobia es una forma de racismo. La falacia es del tamaño de Chicago. El uso de la expresión “turismofobia” pretende disuadir, esquematizar y ridiculizar una postura crítica muy necesaria ante el actual modelo. No somos pocos, y de muy diversas tendencias ideológicas, quienes entendemos que la economía de una ciudad o región no se puede fundamentar en el turismo, menos aún en un modelo que sustituye a residentes por visitantes, a ciudadanos por consumidores, o se gestiona pensando más en la imagen exterior que en la realidad interna. (Que áreas como la de Turismo y Cultura se agrupen en la misma consejería o delegación es una señal que quizá esté queriendo decirnos algo). No somos pocos quienes, sin beber del bote de las esencias, no queremos ceder en exclusiva nuestros usos, costumbres y espacios al negocio turístico (frente a nosotros, están quienes dicen “se está perdiendo la esencia de Sevilla” mientras exprimen hasta el último huevo de la gallina de oro). No somos pocos los que –siento decepcionarles– no vamos por ciudad ajena afligiendo a sus habitantes ni bailando el bimbó. Llámenlo, equivocada y arteramente, turismofobia.
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