La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las tatas del poder
Hubo una época en que cobraron inesperada fuerza los intelectuales, ese tipo de gente que, para decirlo en dos palabras, además de reflexionar y escribir de sus cosas, se propusieron también criticar el mundo social y político que los rodeaba, haciendo públicas sus opiniones. Zola inició tal misión, con un artículo en la prensa, de título bien llamativo y destinado a convertirse en texto fundacional: Yo acuso. Nunca unas palabras impresas habían causado tanta impresión: denunció la infame condena por espionaje de un inocente militar de origen judío. Francia siguió conmovida, día tras día, la lucha de un simple escritor contra unas instituciones todopoderosas e incapaces de reconocer sus propias corrupciones. Pero lo significativo fue sobre todo el ejemplo. Desde entonces, convencidos de la capacidad movilizadora de la palabra, los intelectuales franceses vieron en la opinión pública una gran fuente de regeneración. Y repitieron el desafío de Zola en otros difíciles momentos, como los protagonizados por Sartre, Camus y Raymond Aron. En España también se conocieron llamativas tomas de partido públicas, con figuras como Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, en los años anteriores a 1936. Durante los últimos años del franquismo, revistas, hoy tan añoradas, como Triunfo, Destino, Cuadernos para el diálogo, fueron plataformas eficaces para que circulara la palabra impresa, más o menos libre, de unos intelectuales que entonces asumieron atrevidos retos. Así, hubo intelectuales politizados sin compromiso, o comprometidos con un partido, o simples compañeros de viaje (así tituló Gil de Biedma un libro). Pero en estos tiempos, recordar estas cosas olvidadas, suena a pura arqueología nostálgica. Sin embargo, por ello mismo, sorprende que, desde hace unas semanas, se perciban movimientos para neutralizar, o acallar, a algunos de ese tipo de intelectuales que quedan en este país. Son pocos, pero mantienen aún viva aquella vieja misión de vigilancia y crítica del poder establecido. Y aunque, en los últimos años, sus palabras impresas se perdían entre el bullicio estridente y ruidoso de tertulias y redes sociales, conservan su misma inteligencia lúcida y corrosiva. Y deben molestar. Por eso, desde los centros de poder han debido animar a sus perros guardianes, últimamente un tanto adormilados, para que les dirijan algunos avisos. Tal vez eso prueba que la vieja misión de los viejos intelectuales aún sirve para algo. Si incomodan al poder es porque algún efecto tiene su palabra en la opinión pública.
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