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Ha transcurrido ya más de un año del inicio de la actual pandemia. La llegada de imágenes de película de ciencia ficción, procedente de China, mostrándonos la construcción de hospitales en tiempo récord y empleados envueltos en trajes futuristas desinfectando las calles, llamaron nuestra atención al mismo tiempo que se percibían como muy lejanas. Más tardes empezamos a sentir el problema en nuestras propias carnes con noticias de muertes de ancianos en residencias, saturación de hospitales con UCI colapsadas, etcétera. La sociedad, y por extensión la humanidad, se encuentra en uno de los retos más difíciles con los que nos hemos enfrentado nunca.

La toma de medidas contra la pandemia como el confinamiento, el aislamiento, la distancia social, los test masivos, el uso de mascarillas o el cierre de fronteras, al mismo tiempo que impopulares por sí mismas, no han resultado efectivas y además están significando el origen de una gran crisis económica que hoy por hoy afecta a muchas familias. Finalmente, hemos aceptado la vacunación como única solución a esta pesadilla, pero esto no iba a resultar fácil. La aparición de efectos secundarios tras la vacunación ha generado información discordante, creando confusión en la población, siempre dada a sacar sus propias conclusiones.

Si estamos dispuestos a montarnos en un coche, a pasear por una ciudad transitada, a automedicarnos, a abusar de comida basura de tabaco o alcohol ¿por qué rechazar la vacunación por sus efectos secundarios cuando se ha demostrado que ésta reduce enormemente las probabilidades de morir por Covid comparado con el riesgo de morir como complicación de la vacuna? La peor vacuna es la noadministrada. 

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