Tribuna

Juan Rodríguez Garat

Almirante retirado

Prigozhin: el príncipe que quiso ser rey

La rebelión del grupo Wagner se entiende muchos mejor si se examina desde la perspectiva del alma humana que en clave política o geoestratégica

Yevgueni Prigozhin.

Yevgueni Prigozhin. / D. S.

Hay quienes quieren explicar la reciente rebelión de la compañía Wagner en clave política o geoestratégica. Probablemente, se equivocan. Lo ocurrido, que todavía entrevemos entre la niebla, se entiende mucho mejor si se examina desde la perspectiva del alma humana, ese rincón oculto donde brotan las pasiones, donde nacen la ambición y el miedo, donde crece la envidia y se gesta la traición. Es más fácil encontrar las claves de esta historia en las tragedias de Shakespeare que en los análisis, en otras ocasiones acertados, del Instituto para los Estudios de la Guerra.

¿Qué ha pasado en Rusia? Alrededor de cada uno de los tiranos que recuerda la historia hay cortesanos hambrientos de poder. Muchos de ellos se conforman con las migajas que caen de la mesa del dictador. Pero otros, más ambiciosos, aspiran a suceder a su amo o incluso, si se presenta una ocasión propicia, a reemplazarle.

Uno de estos príncipes desleales es Yevgueni Prigozhin. Condenado por robo y excarcelado en 1990, supo encontrar en la convulsa Rusia de Yeltsin -donde la corrupción crecía fértil en los terrenos abandonados por el comunismo- algún oscuro camino para enriquecerse. En 2014, en el marco de la guerra civil en el Donbás, creó el grupo Wagner, un verdadero ejército mercenario que ha prestado valiosos servicios al Kremlin apoyando la sedición de las repúblicas del este de Ucrania y extendiendo el largo brazo de Putin hasta alcanzar los más oscuros escenarios en Siria, Libia y otros países del Sahel.

En la corte de Putin no se llega a príncipe por privilegio de cuna. Prigozhin ha ascendido por sus propios méritos, entre los cuales no necesariamente se encuentran los valores éticos. ¿Es un hombre leal? Lo dudo. Nadie llega tan lejos y desde tan abajo sin subir sobre los hombros de quienes le rodean, sin dejar a gente en el camino. Probablemente, las virtudes y los defectos que han encumbrado a Prigozhin son los mismos que le empujan a seguir adelante. ¿Por qué no ser califa en lugar del califa, como a menudo se preguntaba el gran visir Iznogud en los tebeos que leí en mi infancia?

Prigozhin encuentra una ocasión que le parece propicia para hacer realidad sus sueños en la guerra de Ucrania. El plan del Kremlin ha fallado y Rusia, por mucho que trate de ocultarlo, se ve obligada a desangrarse social y económicamente en una guerra para la que no se ve salida. Putin ha perdido la aureola de infalibilidad que le rodeaba. El pueblo ruso no le cree cuando asegura que la patria está en peligro. ¿Cómo iba a hacerlo si, al mismo tiempo, se jacta de que nadie puede atacar a una potencia con 6.000 ojivas nucleares?

Para movilizar a una sociedad que se desentiende de la guerra y se resiste a alistarse para combatir, Putin tolera las críticas de los influyentes halcones que apoyan la invasión. Siempre, claro, a condición de que no le culpen a él.

En el espacio informativo ruso, son muchos los que critican impunemente al ministro de defensa Shoigu o al general Gerasimov por la conducción de las operaciones, aunque, por miedo a la cárcel, nadie cuestione la "operación militar especial" ordenada por el dictador. Putin, hábil, se mantiene por encima de las disputas, aprovechando la división entre sus subordinados para apuntalar su poder.

La conquista de Bajmut por los mercenarios de la Wagner refuerza el brillo de Prigozhin y desencadena los acontecimientos de los pasados días. Putin puede sentir el aliento del díscolo príncipe en su nuca y toma partido por el Ministerio de Defensa que, lastrado por el apego a las tradiciones, se ha mostrado menos eficaz en el terreno militar… pero ha demostrado ser más leal. A petición de Shoigu, el dictador ordena que los soldados de la Wagner firmen un contrato con el Ejército antes del 1 de julio, lo que en la práctica supone arrebatar a Prigozhin su poderosa herramienta, porque los mercenarios sirven a quien les paga.

Prigozhin, sin tiempo para reaccionar y con escaso margen de maniobra, no se resigna a la derrota. Analiza sus bazas y recuerda que no es el único que ha criticado al Ministerio de Defensa. Son muchos los altos mandos militares que, en privado, se han mostrado de acuerdo con él. Cree que, marchando sobre Moscú, encontrará voces de apoyo entre los halcones rusos y entre algunos jefes del Ejército. Con su ayuda, será capaz de forzar a Putin a realizar cambios en un ministerio que todos juzgan incompetente.

Pero Putin sabe lo que se juega. Si cede, el siguiente cambio que exigirá el ambicioso Prigozhin será el de su persona. Sale en televisión y condena firmemente la rebelión militar. Lo hace sin mencionar al oligarca para dejar un margen para el acuerdo, de la misma manera que Prigozhin no ha mencionado al dictador, enmascarando así lo que en la práctica era un intento de golpe de Estado.

A la voz de Putin, callan atemorizados todos los que podrían dar aliento a Prigozhin. El magnate, abandonado por aquellos a quienes creía leales -el caso más claro es el del general Surovikin- se acobarda y pacta con los enviados del dictador, entre los que se encuentra al presidente de Bielorrusia. Se acuerda su impunidad, pero nadie apuesta mucho por su futuro. Seguramente él cree que tiene bazas suficientes para evitar su caída por alguna ventana en los próximos meses, pero otros lo pensaron antes que él y se equivocaron.

Si el porvenir de Prigozhin aparece nublado, ¿qué cabe pensar del futuro de Putin? El dictador ha salido victorioso de la lucha, pero ha dado impensables muestras de debilidad, entre las cuales no es la menor el pacto con el oligarca, retirando las promesas de castigo hechas en público el día anterior. El viejo león es todavía imponente, pero habrá ya quien observe síntomas de declive y son muchas las hienas que esperan ahí fuera.

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