Los padres de Sandra Peña han pedido que la fotografía de su hija aparezca sin pixelar porque quieren que se ponga cara al suicidio. La cara es la de ella, la de Sandra Peña. La niña de 14 años que el pasado martes se suicidó por, “presuntamente” sufrir maltrato y ser acosada por tres compañeras. Este ha sido, sin duda, uno de los trabajos que como periodista más me ha costado cubrir. Y lo ha sido por lo incomprensible del momento, por el dolor, por las lágrimas derramadas, por ver a mis compañeros emocionados, por encontrarme con una familia destrozada y porque no hay explicación para que Sandra tomara la decisión de acabar con su vida de una manera tan trágica. Sus padres, su hermano y su abuelo se abrazaban en un intento de transmitirse la fuerza necesaria para soportar mirar el altar improvisado que sus compañeros habían llenado de flores y velas para homenajearla en el bloque donde Sandra vivía. Y lo hacían porque eran conscientes, mientras miraban hacia ese lugar, que había ocurrido y que su hija, su hermana, su nieta ya no estaba. Cientos de personas se concentraban en silencio en muestra de apoyo a una familia rota. Sólo se escuchaban susurros y conversaciones a media voz. Y en el centro de la tensión, las madres con las que hablaba me decían que no podía ponerse en el lugar de los padres de Sandra. Era imposible sentir por ellos, y no porque no lo comprendieran, sino porque eran incapaces de mirar a sus hijos sin sentir que algo se les rompía por dentro si les ocurriese a ellos. He llorado. No he podido resistir escuchar a su tío contar cómo era la niña de la foto. Esa niña que miraba a la cámara sin miedo. Decía lo divertida, buena y cariñosa que era. Por un instante, y mientras él mismo sonreía porque la traía de nuevo a la vida, parecía que no había pasado nada. Pero sí, había pasado y la tristeza volvió a sus ojos.
A sus ojos y a todos los que miramos esa foto de la niña feliz que era, y que sus padres se empeñan en que todos los medios compartan y el mundo vea, y que da visibilidad a lo que muchos no quieren reconocer: que el maltrato escolar existe. Que el comportamiento de un acosador no surge por sí solo, sino que es el resultado de una falta de atención y educación que debería empezar en casa. Que la capacidad de reaccionar y activar los protocolos no puede ser un mero trámite burocrático. Que no se puede llegar tarde cuando nos necesitan porque son frágiles, y porque es fundamental escuchar a los más indefensos y ser empáticos de verdad con los que se ven obligados a callar por miedo.
Mientras escribo este artículo, escucho las voces de los niños que pasan por debajo de la ventana. Las risas contagiosas de los adolescentes. No sé cómo se llaman, pero no importa, son la constancia que la vida sigue y de que el tiempo no se ha parado, aunque para Sandra sí.
Ella es Sandra Peña y nunca debió morir.