La tribuna

El error de Farsalia

El error de Farsalia

En el año 48 a. C. se libró en Grecia una batalla entre César y Pompeyo para dilucidar el futuro de la República. A pesar de las limitaciones de su ejército, César hizo demostración de su genio militar y venció a Pompeyo, obligándole a huir a Egipto, donde fue decapitado por el faraón Ptolomeo XIII. La victoria de César en Farsalia le encumbraría políticamente en Roma. Pero cometió un error tan grave que le costaría la vida: al término de la batalla decretaría una amnistía general que incluyó a los senadores pompeyanos, sus enemigos, que volvieron a Roma y mantuvieron sus privilegios políticos y sociales. Los mismos que lo asesinaron en el Senado en los idus de marzo del año 44 a.C. Un exceso de clemencia del vencedor, una confianza ciega en el destino de los triunfadores, una fe inquebrantable en el orden que él mismo estableció, caracterizó su gran error. La victoria de Farsalia no fue suficiente para fortalecer la República. La amnistía constituyó sin embargo su final.

Todos cometemos errores. Es una expresión tópica y vulgar que esconde nuestra mediocridad. Pero en esencia los errores caracterizan nuestra condición humana. A pesar de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, no existe en la naturaleza un ser más imperfecto que el hombre. Dotado de instinto y razón, de pensamiento y lenguaje, como ningún otro animal, es, sin embargo, un compendio de contradicciones y paradojas. Capaz de tener deseos e ilusiones, capaz de proyectarse en el futuro o de crear mundos virtuales, sus decisiones siguen estando determinadas por la lógica del acierto o del error, de la racionalidad o del sentimiento. Nada parece haber cambiado en su naturaleza desde que él mismo fundara los cimientos de la civilización.

Sin embargo, fueron precisamente los valores culturales, su visión del mundo y de sí mismo, los que han modificado en el transcurso del tiempo la condición humana. Los animales, por el contrario, guiados por su instinto toman decisiones pero no cometen errores porque todo error tiene su lógica y su significado moral. No existe un gen del error ni en ellos ni en nosotros. Porque el error es sin duda el fracaso del pensamiento cuando se une a la acción. Por eso, el hombre, conocedor del mecanismo que los une reprocha el error ajeno y, aunque no siempre, el propio. En estos momentos de incertidumbre y confusión, cuando nada parece estable y duradero, es más necesario que nunca distinguir la verdad de la mentira, la realidad de la ficción, la sensatez de la barbarie, la generosidad del egoísmo. Hay que preguntarse una y otra vez por las causas que originan nuestros errores, se cometan en el ámbito privado o en el público; y si es preciso, responder con eficacia.

Como en tiempos de César, el error es una cuestión de orden ético aunque se extienda a todos los campos de la vida. Los errores se alojan en nuestra conciencia y nos acompañan en nuestro silencio interior, en nuestra soledad, que se hace más dolorosa si cabe cuando el recuerdo del pasado se deposita en el archivo de la memoria. Porque es imposible olvidar. Nada se olvida. Olvidar es un verbo que enturbia constantemente nuestro presente. El recuerdo de un error persiste al ritmo de un péndulo cuyo movimiento es infinito. Únicamente la muerte lo borra para siempre.

Los errores son interpretables y subjetivos y, con el tiempo, maleables. Pero no dejan de tener su propia lógica. En una ocasión un profesor intentó explicar a un alumno no el error que había cometido en un examen sino el por qué lo había cometido, su origen, sus causas últimas. Al fin y al cabo en eso consiste el oficio de historiado r, en estar atento a los vaivenes y a los movimientos de fondo de la Historia. El hombre actual mira al pasado colectivo inmediato lleno de rencor, sin ánimo de cambiarlo. Y si se trata de su propio pasado lo observa con remordimiento por las decisiones erradas, por las equivocaciones irreversibles, por estar encerrado en un laberinto sin salida. ¿Acaso hay salida?

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