La tribuna

¿De quién es la universidad pública?

¿De quién es la universidad pública?
Sebastián Chávez - Profesor De La Universidad De Sevilla Y Escritor

La legislación proclama que las universidades han de prestar y garantizar el servicio público de la educación superior mediante la docencia, la investigación y la transferencia del conocimiento. Para cumplir esa trascendental misión, las universidades públicas andaluzas manejan unos 2.500 millones de euros en el conjunto de sus presupuestos para 2025. La gran mayoría de esa notable cantidad procede de los impuestos. Como referencia para una cantidad tan notable, basta decir que los presupuestos anuales de los ayuntamientos de las ocho capitales de provincia de Andalucía suman unos 4.000 millones de euros.

La ley española encomienda el gobierno de las universidades públicas al rector y a otros órganos que son elegidos por quienes estudian o trabajan en la propia universidad. Se trata de un modelo autogestionario sin parangón en la administración. Fue decisión del legislador interpretar así el principio de autonomía universitaria contemplado en la constitución. No es, sin embargo, el modelo de gobernanza de los países de nuestro entorno, que, aun respetando la autonomía académica, reservan las decisiones más trascendentes, incluida la elección del rector, a órganos que combinan la representación interna con la del conjunto de la sociedad.

En nuestro país, la participación externa es labor de los consejos sociales, pero estos no toman las decisiones clave y han demostrado una mínima influencia práctica en sus cuarenta años de existencia.

Debido a esta arquitectura, el funcionamiento socialmente responsable del sistema universitario descansa sobre los valores éticos de quienes formamos parte de la comunidad universitaria. Cada vez que participamos en decisiones de gestión que afectan al servicio público que cogobernamos, se espera que actuemos para el bien social, sin dejarnos influir por las consecuencias que dichas decisiones puedan tener en nuestros intereses personales.

Algún ejemplo práctico puede ilustrar esta idea. Cuando un profesor apoye con su voto la reforma del plan de estudios de un máster, es de esperar que lo haga por su convencimiento de que favorece la formación y empleabilidad de los futuros estudiantes que lo cursen, no porque suponga un fortalecimiento de su área de conocimiento. Cuando una profesora se oponga a solicitar una ampliación del número de plazas ofertadas para un grado altamente demandado, debería hacerlo porque estime que no se dispone de condiciones adecuadas o recursos suficientes, no porque quiera evitar un incremento del número de horas que ella habría de dedicar a la docencia. Cuando cualquiera opte por una determinada candidatura al rectorado, debería motivarle la convicción de que su voto contribuirá a un mejor desempeño social de su universidad, antes que la promesa de unas condiciones laborales más cómodas y ventajosas.

Es decir, el sistema de gobernanza vigente aboca a una situación de riesgo moral permanente y expone a la comunidad universitaria a un continuo conflicto de intereses, del que solo nos salvaría estar dotados de una honestidad indestructible.

En unos días se celebrarán elecciones al rectorado de mi universidad. Los profesores y profesoras que han postulado sus candidaturas exponen sus programas de gobierno y se pone a prueba esa integridad moral que la sociedad espera de nosotros. Tendremos ocasión de preguntar a los candidatos por cómo enfocan la contribución de nuestra institución al desarrollo social de nuestra ciudad, en la que se ubican cuatro de los diez barrios más pobres de España, cuyos jóvenes apenas pisan nuestras aulas. Podremos expresar nuestro interés por influir en un panorama local dominado por empresas de bajo capital tecnológico y empleos de reducida productividad. Será el momento de pedir soluciones para combatir la menguante matriculación y el creciente abandono de los chavales varones, que cada vez se gradúan menos en nuestra institución. Dispondremos de la oportunidad de demandar una mayor presencia universitaria en el reciclaje formativo de los profesionales con empleo, o en la generación de alternativas para las desempleadas de larga duración.

Ojalá sea así. Demostraremos considerar a la universidad pública un instrumento social que pertenece al conjunto de la ciudadanía y no el patrimonio particular de quienes trabajamos en ella.

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