El Cachorro de la Alameda
Estampas
Nos sentamos y en uno de esos instantes de somnolencia y fatiga digital, hartos ya de redes sociales, mi hermano me dijo: "Ah, por cierto. No te imaginas lo que me ha pasado"
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Hace unos días estábamos mi hermano y yo esperando el autobús que nos debía llevar al pueblo, ante el andén mugriento y desconchado, pero sin saber realmente a qué hora salía el último. Era ya de madrugada, pero no demasiado tarde. Compartíamos espera con algún camarero maltrecho que liaba y encendía un cigarrillo, una pareja que se despedía con notoria vehemencia y otros personajes que solo pueden concentrarse en una estación de autobuses en esas circunstancias. La oficina de atención al viajero estaba lógicamente cerrada y los vigilantes nocturnos observaban cada movimiento, con atención pero con cierto desinterés.
Nos sentamos y en uno de esos instantes de somnolencia y fatiga digital, hartos ya de redes sociales, mi hermano me dijo: "Ah, por cierto. No te imaginas lo que me ha pasado". No tenía nada mejor que hacer y naturalmente le escuché, porque mi hermano tiene el tino de que le ocurren ese tipo de cosas que todos los periodistas quisiéramos presenciar. Confío en él porque no es especialmente fantasioso, pero sí entusiasta. Resulta que había estado cenando con su pareja, Reyes, en un mexicano ubicado en uno de esos confines de la Alameda, ese espacio tan pintoresco y variopinto, donde una Sevilla irreductible se atrinchera y no se deja malvender a cualquier postor. Otra Sevilla como tantas, que complementa y suma, que aporta y vibra.
El caso es que al lado de mi hermano estaba otra pareja, la cual empezó a describirme con total naturalidad, sin mayor pretensión que ofrecer un contexto. Él, con el pelo cortado a modo de mohicano, con inmensos aros en los lóbulos de las orejas, numerosos tatuajes incluso en el rostro, piercings en las cejas y en la nariz y vestido con una camiseta blanca y ancha, decorada con naranjas diminutas. Ella, con un "mullet" como peinado y patillas, una camiseta de rejilla que dejaba al trasluz un top interior, las mismas dilataciones en las orejas y tatuada hasta el cuello.
Me refiere Gonzalo entonces que estaba devorando una enchilada tan ricamente cuando escuchó a la chica defender al Cachorro y el viaje a Roma. Es decir, en la vorágine de la conversación estaba criticando a uno que al parecer había criticado a su vez que el Cachorro fuera a Roma. Es un entorno en que uno no espera escuchar ese tipo de debates pero delimitar esta ciudad, sus significaciones y sus apariencias suele traducirse, por lo general, en osadía e ignorancia. En ese momento mi hermano, con la particular desvergüenza que le caracteriza pero no menos sorprendido sin saber qué iba a depararle su arrojo, se giró, se acercó al chico y le ofreció una estampa del Cachorro que llevaba en la funda protectora del teléfono. Un gesto generoso porque era una estampa sentimentalmente valiosa y que había sobrevolado medio Mediterráneo hacía un par de meses.
Sobresaltado, el muchacho alternativo y aparentemente extraño de las dilatas empezó a besar la fotografía y le dijo: "¡Ole tú! Yo también soy hermano. ¿Estuviste en Roma? ¡Venga ya! Yo solo quería que estuviera bien protegido. No pude ir, pero lo que vi estuvo 'to guapo'. Pero eso de verlo tan lejos, me dio una pena... Mi abuela me crio en la calle Castilla y para mí el Cachorro es... Tanto que mi novia también se ha hecho hermana por mí".
Siguió relatándome la conversación y entonces llegó el autobús. El reloj marcaba la una y media. Y volví a pensar lo mismo de siempre mientras el chófer, deseando emprender el último servicio con cara de pocos amigos, me validaba el billete entre gruñidos: al fin y al cabo, todos algún día seremos el Cachorro. Por eso es de tantos. Por eso es de todos.
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